—Ah, querido nieto: yo fruncí el orto en aquel mítico Argentina-Irán del Mundial dos mil catorce…
Esa frase podría no haber existido nunca en el futuro. El cero a cero nos habría hecho olvidar este partido en un mes y medio. Sin embargo un zapatazo desde fuera del área en el minuto noventa y dos provocó que, de repente, haya nacido en la memoria una batalla más que narrar cuando seamos viejos.
Hace un par de días le hice esta advertencia por Twitter a todas las criaturas del mundo:
Niño: si tienes entre 7 y 12 años no pienses que los Mundiales de Fútbol serán así siempre. Estás viendo el mejor de toda tu vida.
— Hernán Casciari (@casciari) June 20, 2014
Y es verdad. Los abuelos y los padres cuentan cosas increíbles sobre los Mundiales del pasado. No tienen por qué ser triunfos; también se narran tragedias con gesto de melancolía.
El cabezazo impotente de Ortega; el gol del último Palermo; la bandera inglesa de Ratín; Luque quebrado y con un hermano muerto; el penal de Cambiasso; los ojos sin alma del juez Codesal; el gol tempranero de Corbatta; la enfermera rechoncha que se llevó a Maradona de la mano… En esa jaula de memorias agridulces, desde esta tarde, hay también un gol de Messi contra Irán en el tiempo de descuento.
Este Mundial me está provocando muchas ganas de ser viejo y contárselo a los chicos que todavía no nacieron. Decirles que hubo un día que todo un estadio, en Brasil, coreó a los gritos «oleee, oleee» mientras un país de Centroamérica bailaba con ganas a la selección de Italia.
Decirles que España se quedó afuera de la copa antes que nadie, y que Costa Rica llegó a octavos en un grupo de la muerte que tenía a tres campeones del mundo.
Explicarles que hubo una vez un jugador llamado Álvaro Pereira que chocó la nuca contra una rodilla inglesa, se desmayó en el pasto, volvió en sí y no permitió ser reemplazado.
Decirles que en mi época ver fútbol era maravilloso porque había un arquero mexicano que podía parar todos los goles de Brasil en cancha de ellos.
Contarles que un tal Luis Suárez fue operado de meniscos y pensaba que no llegaría al Mundial, pero llegó a tiempo, metió dos goles, rescató a su país de la agonía y después sentado en el banco lloraba y lloraba.
Ah, cómo quisiera que pase tiempo, mucho tiempo y contarles a mis nietos que hubo una vez un campeón del mundo que tenía mentalidad de equipo chico, y que por eso convocó a un extranjero llamado Diego Costa para el siguiente Mundial.
«Nadie se imagina, querido nieto, a un campeón tradicional (Italia, Brasil, Argentina, Uruguay, Alemania) que después de ganar una Copa con todos los honores rapiñe a un jugador de otro país para incluirlo en sus filas. Esto solamente lo hacen los equipos menores».
¡Ah, como quisiera tener arrugas para decirle estas cosas a los muchachos del 2030!
Estoy ansioso; quiero que termine este Mundial para empezar a tener nostalgia. No me importa en absoluto que Argentina sea campeón. Solo me interesa que los nuestros duren muchos partidos más, de ser posible los siete, para llenar mi alcancía de los preinfartos.
Estuvimos a punto, esta tarde, de haber vivido un Argentina-Irán anodino y olvidable. Eso nos hubiera obligado a hablar de fútbol toda la semana, nos hubiera obligado a hablar de mediocridad, de un equipo que no se encuentra a sí mismo, etcétera.
Por suerte estaba Messi deambulando y vomitando por el pasto, con la cabeza gacha como un perro que volteó la maceta. Por suerte estaba Totín, que en una de esas levantó las orejas y sacó un zapatazo infernal que me hizo pasar de la abulia al grito. No grité el gol, grité el nacimiento de un nuevo recuerdo increíble.
Estaba mi hija Nina jugando en el comedor mientras yo miraba el partido. Me vio retorcerme, resignarme, sufrir. Me oyó tres veces gritar el oxímoron «¡grande, Chiquito!». Me vio fumar y me vio sacudirme después del golazo imposible.
A los 93 minutos del Argentina-Irán, casi afónico después del grito intempestivo, me salió preguntarle:
«Nina, ¿vos tenés pensado tener hijos varones, no?». Me miró con cara rara. «Sí, claro, ¿por qué». Entonces le señalé el televisor con el dedo: «Porque les tengo que contar un montón de cosas increíbles».