Ya pasaron los papelones de tres europeos campeones del mundo que se fueron por la puerta chiquita; pasaron también los dientes afilados de Luis Suárez y la increíble resurrección mexicana; pasaron por Brasil los guantes de Faryd Mondragón, que tiene mi edad y me hizo sentir todavía más gordo y sedentario; pasó Grecia a octavos, para tristeza de todos los periodistas deportivos chistosos que ya tenían a punto la frase «un partido de costa a costa» para el choque entre ticos y marfileños; pero sobre todo, ya pasó la primera parte de la Copa.
Desde mañana —como sabemos muy bien los obsesivos— el Mundial se convierte en otra cosa. No estoy hablando de fútbol, sino de la impostergable sensación de abstinencia que ocurrirá el próximo viernes.
El primer gran problema de este Mundial de Fútbol —tan generoso en goles y en intensidad— ocurrirá el 27 de junio, cuando empiece el horrible día número dieciséis. El día sin fútbol.
Sí señor: lamentablemente hay un día (cada cuatro años) en que el cerebro, el cuerpo y el alma pierden la brújula y se comportan como alcohólicos sin remedio. El viernes no habrá fútbol por primera vez, y será un día en que se mezclarán la depresión, el espanto y la certeza de que la vida era una mierda antes del Mundial.
Desde que hay fixtures con 32 equipos existe una jornada tonta que nos mira desde el almanaque. Yo bauticé a esas veinticuatro horas con un nombre que me da miedo: el «Horrible Día Dieciséis».
Yo creo que la FIFA está experimentando con la capacidad de absorción del cerebro humano, ofreciendo tres chutes lisérgicos de fútbol al día, para después dejarte sin nada. Un partido atrás del otro, con una hora de descanso para que puedas limpiarte la baba del piyama.
Este año, como en los Mundiales pasados, vi absolutamente todos los partidos de la primera fase; incluyo uno que, por presiones niponas, se jugó a las 3 de la madrugada hora europea. Fue un Japón – Costa de Marfil intrascendente que miré de punta a punta sin pestañear. Como si ver todos los partidos fuese una obligación.
Cuando me fui a dormir casi amanecía y mi mujer me preguntó por qué me había quedado despierto para semejante bodrio. No le respondí, pero pensé: no existe ningún cocainómano que deje la última raya para aspirarla en diferido.
Hoy hice la cuenta: si contamos la previa de los himnos, los entretiempos y las entrevistas post partido, los obsesivos estuvimos sentados en el sillón exactamente noventa y seis horas seguidas mirando fútbol. Esos son cuatro días reales; cinco mil setecientos sesenta minutos.
¿Qué pasará el viernes, cuando no haya himnos ni árbitros ni tribunas coloridas ni goles en contra ni apuestas online para perder plata?
El «Horrible Día Dieciséis» es tan espantoso como cuando te quedás sin cigarros en un pueblo que no tiene quioscos abiertos de noche. Esa fecha sin partidos tiene el sopor de la amnesia: no entendés quién sos, ni por qué estás ahí (ya me pasó en cuatro mundiales). Es una sensación lánguida de que nada bueno pasará si abrís los ojos. Muy similar a lo que ocurrió hoy con Argentina cuando Messi fue sustituido: el planeta siguió girando quince minutos más, pero sin ninguna magia.
No sé cómo reaccionará mi cuerpo a la falta de pitidos iniciales. Solamente sé que Argentina lleva seis goles y que Messi hizo cuatro. A los otros dos los hicieron un extranjero y una rodilla. Sin esos cuatro goles de Messi nos hubiéramos quedado con dos puntos (dos empates y una derrota), nos habríamos vuelto a casa y entonces el horrible día dieciséis habría sido todavía más horrible.
Dicen que este es el mejor Mundial de la era moderna, por muchas más razones además del juego y del espectáculo. Y debe ser realmente muy moderno porque hoy, por primera vez, tuiteé algo en el entretiempo de Argentina Nigeria. Fue una foto de mi infancia, después del cuarto gol de Leo:
Ojalá que el hombre perro siga llevándose la esponja a la cucha hasta el último minuto del último partido. Y ojalá que entonces el Maracaná, en silencio, lo escuche ladrar.
LA MEJOR VERSIÓN AUDIOVISUAL. A propósito, creo que la mejor versión audiovisual de mi texto «Messi es un perro» es la que editó Andrés Locatelli. Pónganlo a pantalla completa y miren qué belleza: