Ser inmortal, en la juventud, era saber que ibas a jugar los siete partidos. Ser inmortal era entender que el peor destino podía ser jugar el sábado por el tercer puesto. Lo peor que te podía pasar en la vida era el bronce, pero nadie te echaba antes de tiempo. Nacías para jugar siete y jugabas siete.
De eso me di cuenta hace un rato: nunca había visto a la Argentina pasar a semifinales siendo un adulto. Nunca había visto a la selección de mi país pasar de cuartos sin mi padre. Nunca con mi hija.
Cuando terminó el partido contra Bélgica recordé cuánto hacía que no me sentía así de inmortal. Fue hace mucho, en dos partidos inolvidables: mis quince años 2, Inglaterra 1; y mis diecinueve años 3, Yugoslavia 2.
Eso es todo lo que sé. En mi adolescencia fui inmortal como muchos otros que ahora pasamos los cuarenta. Fuimos inmortales, o creímos serlo, porque nuestros futbolistas nos mal acostumbraron: antes de los diez años ya nos habían dado una Copa del Mundo, y antes de los veinte nos regalaron dos finales y otra Copa. A eso hay que sumarle que siempre te sentís un poco eterno en la adolescencia, con o sin fútbol.
Yo me hubiera cagado mucho de risa, a principios de los años noventa, si un profeta de barba larga y canosa me hubiera alertado:
—Disfruta lo que tienes ahora, joven gordito, sal a la plaza ahora y toca bocina y abrázate con desconocidos, porque en el futuro solo habrá lágrimas y frustraciones; habrá una tarde en que le cortarán las piernas a tu Dios resucitado y se activará la peor de tus crisis personales; luego habrá penales fallados y prórrogas agónicas con final adverso; también veo un viaje en tu futuro: vivirás para siempre en otra tierra y te sentirás lejos de los tuyos; habrá una noche solitaria en Oriente en la que llorarás sin nadie que te consuele y sin octavos; habrá partidos insulsos y torpes; habrá una hija, sí, pero también habrá germanos altos y rubios que te quitarán la miel de la boca por dos veces, y esa hija te verá derrotado, llorando una goleada ominosa escondido en un baño… Escucha lo que te digo, joven gordito: disfruta ahora y para siempre, porque todavía no has cumplido veinte años y aún te crees inmortal; salta y grita y canta bajo la lluvia de goles, porque en tu futuro habrá veinticuatro años de sequía y de silencio.
No habría escuchado a ese vidente. Y en caso de que hubiera aguantado su monólogo sin reírme, no le habría creído una sola palabra. Lo habría tomado por un borracho o un loco.
Aunque ahora que lo pienso, en mi adolescencia me encantaba creerles a los locos de las plazas y conversar con ellos. Cuando sos inmortal te excita la gente con barba larga y canosa. Entonces le hubiera preguntado, después de su prédica:
—¿Dijiste veinticuatro años, viejo?
—Exacto. Casi cinco lustros de dolor, un cuarto de siglo de silencio en la garganta. Año tras año muriendo de angustia sin llegar a la orilla… Eso es lo que veo en tu futuro, oh, joven gordito.
Y yo le hubiera preguntado:
—¿Pero llego vivo, viejo loco? ¿Estaré ahí veinticuatro años después, cuando otra vez juguemos los siete partidos?
Y él asentiría con un gesto ambiguo, como diciendo «sí, con un colesterol muy alto pero llegarás vivo».
—¿Y esa hija de la que hablás estará ahí, conmigo, o la madre me habrá ganado la tenencia y vivirá en otra casa, odiándome, y yo pagando la manutención?
—No. Tu hija estará a tu lado.
—¿Y ella verá ese gol que nos deja en semifinales?
—Lo verá. Será un gol tempranero del hijo de Jorge Higuaín, el que juega en River.
—¿El hijo del Pipa?
—No te vayas de tema, joven gordito; he venido aquí para advertirte de que no eres inmortal; disfruta los triunfos de la juventud porque más tarde habrá oscuridad y desconcierto y…
—¡No señor! —lo interrumpiría yo entonces—. Si mi hija estará ahí conmigo cuando pasemos otra vez a semis, ella sabrá desde chica qué significa todo esto, qué quiere decir ser hincha de Argentina. Sabrá que la vida es nacer para jugar siete, soñar toda la vida con jugar siete… ¡y jugar siete, carajo! No me estás diciendo que no soy inmortal, viejo borracho: me estás diciendo que espere un poco para volver a ser feliz.
Y al escuchar eso, el viejo se iría de la plaza con su barba canosa, arrastrando los pies, cabizbajo, con todos sus pájaros de mal agüero encerrados en la jaula del futuro.