Mundo viejo, mundo nuevo
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Desde siempre estoy medio en contra de los derechos de autor. Todos mis cuentos, los que leo acá o los que están en mis libros, todo es de libre acceso. Cualquiera lo puede usar, en tanto se diga clarito quién es el autor. Nada más, plata no quiero.

Les cuento algo sobre este tema: hace unos años me llama por teléfono una editora de Alfaguara (del Grupo Santillana en Madrid); me dice que están preparando una Antología de la Crónica Latinoamericana. Y que quieren un cuento mío que aparece en mi último libro.

Le digo que por supuesto, que agarren el cuento que quieran. Me dice que me va a mandar un mail para solicitar la autorización formal. Y a la semana me llega este mail:

Estimado Hernán, Alfaguara editará próximamente una antología bla-bla-bla y queremos incluir tu cuento equis. Si estás de acuerdo con el contrato que te adjunto, envíame dos copias en papel con todas las páginas firmadas.

Y me da la dirección de Alfaguara en Madrid.

Abro el adjunto y leo el contrato. Me fascina leer contratos de editoriales, porque no se molestan en lo más mínimo en disfrazar la hijaputez que tienen. Al cuento que me piden lo llaman LA APORTACIÓN. La cláusula cuatro dice que «el EDITOR podrá efectuar cuantas ediciones crea convenientes hasta un máximo de cien mil». La cláusula cinco pone: «Como remuneración por la cesión de derechos de la APORTACIÓN, el EDITOR abonará al AUTOR cien euros brutos».

Yo pensé, inmediatamente, en los otros autores que componen la antología, que seguramente firman mierdas como estas. Cien euros menos impuestos y retenciones son sesenta y tres euros, y a eso hay que quitarle el quince por ciento que se lleva el representante (porque todos los escritores tienen un pelotudo que es el representante), o sea que al autor le quedan cincuenta y tres euros limpios. No importa que la editorial venda dos mil libros, o cien mil libros. El autor siempre se lleva cincuenta y tres euros.

Esa misma tarde le contesté el mail a la editora de Alfaguara:

Hola, Laura, mis cuentos no tienen copyright. Es decir, vos podés compartir, copiar, distribuir, ejecutar, hacer obras derivadas e incluso usos comerciales de cualquiera de mis cuentos siempre que digas quién es el autor. Te regalo el texto para que hagas lo que quieras, y que sirva este mail como comprobante. Pero no puedo firmar esa porquería legal espantosa. Un beso.

La respuesta llegó unos días después:

Hernán: entendemos esto, pero el departamento legal necesita que firmes el contrato para no tener problemas en el futuro. ¿Podrás hacerlo?

Y obviamente, ya no contesté. ¿Para qué seguir con una cadena de mails que me mandaban desde el mundo viejo?

Yo cada vez estoy más convencido de que vivimos en dos mundos. El viejo mundo se basa en control, contrato, exclusividad, confidencialidad, representación, dividendo. Y el mundo nuevo se basa en confianza, en generosidad, en libertad de acción, en creatividad, en entrega.

Y a mí me parece que no hay que pelear más contra el mundo viejo, ni siquiera hay que debatir con él. Hay que dejarlo morir en paz, sin molestarlo. No tenemos que ver al mundo viejo como aquel padre castrador que fue en sus buenos tiempos, sino como un abuelito con demencia.

«¿Me das eso?», dice el abuelito. «Sí, abuelo, tomá». «No, así no. Firmame este papel donde dice que me das eso y yo a cambio te escupo». «No hace falta, abuelo, yo te lo doy. Es gratis». «¡Necesito que me firmes el papel, no lo puedo aceptar gratis!». «¿Pero por qué, abuelo?» «Porque si no te cago de alguna manera no soy feliz». «Bueno, abuelo, otro día hablamos… Te quiero mucho».

Y de verdad lo queremos mucho al abuelo. Hace veinte años, treinta años, esas editoriales, quiero decir, ese abuelo, ese hombre que ahora está gagá, nos enseñó a leer, puso libros hermosos en nuestras manos. No hay que debatir con él, porque gastaríamos energía en el lugar incorrecto. Hay que usar esa energía para hacer libros de otra manera; hay que volver a apasionarse con leer y con escribir; hay que defender a muerte la cultura para que no esté en manos de esos viejos gagá. Pero no hay que perder el tiempo luchando contra el abuelo. Los escritores tenemos que hablar únicamente con nuestros lectores.

Y nuestros lectores deben poder acceder a nuestras obras de forma gratuita, siempre. No son demonios los lectores que se descargan mis libros, por ejemplo. No hay demonios, en realidad. Lo que hay son dos mundos. Dos maneras diferentes de hacer las cosas. Está en cada autor seguir firmando contratos absurdos con viejos de mierda, y después quejarse todo el día de que los roban… o empezar a escribir una historia nueva, y que la pueda leer todo el mundo.

Hernán Casciari