Negro que muerde blanco no es noticia
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España, decí Alpiste

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El 4 de abril de 1994 recrudeció en Ruanda una guerra civil entre dos tribus (los tutsis y los hutus) que le costó la vida a 800 mil personas analfabetas de color negro en cuarenta y ocho horas. La portada de los diarios, al día siguiente, no mencionaba el asunto. El 11 de septiembre de 2001 se estrellaron dos aviones contra el World Trade Center de Nueva York. Murieron casi tres mil personas alfabetizadas de color blanco en venticuatro horas. Las portadas de la prensa del día siguiente tuvieron letras del tamaño de un caballo y ediciones especiales durante semanas.

Al menos en la prensa occidental de la que existe una hemeroteca online (como La Vanguardia, que es la que estoy usando para contrastar ambas masacres) la noticia de la desaparición de casi un millón de negros analfabetos aparecía en un recuadro perdido en la página 15, cuatro días después de que ocurrieran los hechos. En cambio, la muerte de 2.700 seres humanos blancos alfabetizados durante el 11-S apareció en portada y en las siguientes 39 páginas de todos los diarios.

Utilizo ex profeso los colores ‘blancos’ y ‘negros’ para dar cuenta de la cantidad de melanina existente en la piel de los muertos en cada uno de los acontecimientos. También puntualizo, adrede, la condición cultural de cada grupo de víctimas con los prefijos ‘analfa’ y ‘alfa’ delante del verbo ‘betizados’. Y hasta podría adentrarme en la descripción y decir: muertos con traje y corbata (en un caso) y muertos en camiseta (en el otro caso). Muertos limpios; muertos sucios. Muertos parecidos a mí; muertos distintos a mí.

El tópico del periodismo es muy claro: «Un perro que muerde a un hombre no es noticia; un hombre que muerde a un perro, sí». Más sintético: lo que ocurre con frecuencia no merece la pena ser contado. Y así, como quien no quiere la cosa, llegamos a una hipótesis general sobre las desgracias seguidas de muerte: hay muertos importantes y muertos sin importancia.

También hay dos clases de dolor, pensaba yo esta mañana mientras navegaba frenéticamente por las hemerotecas de los años 1994 y 2001. Está el dolor que nos duele en serio, y también está el dolor que debería dolernos pero, por alguna razón desconocida, no nos duele. La muerte de casi un millón de personas (del color que sean) debería dolernos. Pero (¿por qué será?) no nos duele en absoluto si no son del color adecuado.

Yo lo siento mucho por los progresistas y la gente sensible que pretende que no es así, pero quien marca el destino de nuestros valores éticos no es el Vaticano, ni Greenpeace, ni la Asociación Pro Africa fundada por Jimmy Carter, sino el rating que una noticia tenga en nuestra vida diaria (el rating ocupa, en este siglo, el sitio que en la antigüedad ocupaba la moral colectiva). Y la masacre ruandesa de 1994 no tuvo rating, a pesar de que superaba en casi trescientos mil muertos a la masacre neoyorkina del 2001, que sí lo tuvo.

Pero no nos preocupemos, porque este hecho absolutamente natural (es decir, que está en nuestra naturaleza) también se da en otros ámbitos. Atención que voy a poner un ejemplo muy lindo:

Punto A. Miles y miles de africanos se mueren de hambre a diario y tienen que comerse entre ellos: esto lo sabemos, y no pasa nada. Punto B. Se cae un avión con 18 deportistas uruguayos que deben practicar canibalismo para sobrevivir; el asunto genera una novela de trescientas páginas, un documental de la BBC, una película en la que Ethan Hawke toma mate y un almuerzo anual con los sobrevivientes en el programa de Mirtha Legrand.

¿Por qué esa diferencia? ¿Por qué el Milagro de los Andes nos sigue produciendo escalofríos treinta años después, y el cotidiano goteo del hambre en el mundo no? Porque los uruguayos son como nosotros; porque «podría habernos pasado». La muerte cotidiana de gente distinta, que no juega nuestros deportes, que se viste de un modo raro, que se divide en tribus, nos importa un reverendísimo carajo. Y no nos acordamos nunca de esas muertes, porque ocurren todos los días. El perro muerde al hombre casi siempre: no es noticia, no nos importa (estamos vacunados).

Cada tanto, por una cuestión de civilidad (y porque estamos alfabetizados) donamos cinco dólares por teléfono para que coman un poco mejor unos seres intangibles que existen en sitios a los que no iremos nunca de camping. Si además de pobres, un día un terremoto los pone patas arriba, hasta somos capaces de dejar dos litros de leche en polvo en la embajada de un país que posiblemente no sepamos ubicar en el mapa.

No estamos capacitados moralmente para decir «cierta gente me importa una mierda porque no vale un carajo». Pero en el fondo lo sabemos; sabemos que, según nuestra manera de medir la valía, hay una clase de humanos que no vale nada. Porque son demasiados y morirán de todos modos. Porque no sabemos nada de ellos ni podríamos mantener con alguno una conversación decente. Porque andan como animales. Porque no leen nuestros libros, ni escuchan nuestra música, ni se emocionan con nuestras cosas. Trascartón, ellos tampoco piensan en nosotros. No nos duelen sus muertes porque tampoco nos alegran sus vidas, y porque a ellos no les dolemos. Ojo por ojo, todos somos ciegos.

Releyendo, me da la impresión de que este artículo va en contra de nuestra desidia moral, pero en realidad a mí me parece bien que sea así. Más que nada, porque no hay manera de que sea distinto. La Humanidad es así. Vino así de fábrica y es complicado hacer algo por que cambie, de repente, el miedo generalizado que nos acecha cuando vemos a alguien que es diferente y que, si pudiera, nos robaría la cartera.

Personalmente, igual que a todos los editores de los diarios que decidieron no informar en portada del holocausto del ’94 en Ruanda, a mí los negros analfabetos que se mueren de hambre o se matan entre tribus me importan un carajo. En cambio los hipócritas blancos alfabetizados que dicen «gente de color» suponiendo que de ese modo irán al cielo, esos, me dan directamente asco.

Hernán Casciari