No me importa el fútbol
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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El otro día sacaba la cuenta: quince mundiales llegó a ver mi viejo en toda su vida. Desde el Maracanazo brasileño en 1950, que él tendría seis años, hasta la final en Berlín 2006. ¡Quince mundiales!

Para mí, ver quince mundiales es haber tenido una buena vida. Yo llevo vistos doce (con el de Rusia) y creo que con tres más estaría hecho. Me gustaría que empatáramos en quince con mi papá. Sería una falta de respeto ver más mundiales que él.

Igual, el fútbol a mí nunca me importó tanto, todo fue una excusa para charlar con Roberto, mi viejo. Con mi viejo no se podía hablar de política, porque era de la UCD; no se podía hablar de mujeres, porque era tímido, pasaba un culo y él bajaba la cabeza; no se podía hablar de libros, porque no había leído ninguno. Así que nos sentábamos en los sillones del comedor y buscábamos en la tele algún partido: el que sea. Y nos quedábamos noventa minutos quietos, mirando para adelante, charlando sin mirarnos a los ojos. Podía ser un partido de la C, la repetición de un clásico viejo. Nos chupaba un huevo. Mirábamos el televisor y hablábamos. 

Cuando me fui de casa a los dieciocho, seguimos con la costumbre de hablar por teléfono durante los partidos; él me llamaba cuando terminaba el primer tiempo de Racing, y charlábamos en el entretiempo y después nos quedábamos mirando el segundo tiempo con el teléfono en la oreja, a veces sin hablar, pero sabiendo que el otro estaba.

Después, cuando me fui a vivir a España, seguimos por Skype. Y cuando Roberto se murió, yo seguí con el hábito de ver fútbol, por las dudas de que él me estuviera mirando desde algún lado. 

Además, mi viejo no era de decir frases inolvidables. Nunca me dijo cosas del tipo: «tenés que seguir tu vocación», nunca me dio grandes consejos. Pero me enseñaba cosas durante los partidos. Me enseñó, por ejemplo, que si hay un Sosa en un equipo, el equipo es uruguayo. Que si hay un Rincón, es un equipo colombiano. Que si hay un Cuevas, el equipo es paraguayo. 

Mi papá me dijo que si durante la transmisión de un partido aparece un edificio, o una montaña, o una autopista atrás de la tribuna, no es un partido serio. 

Mi papá me enseñó que si hay más de dos jugadores gordos, es un partido contra el cáncer. 

Que si entra a la cancha un hincha desnudo, en el partido hay más de seis jugadores que valen diez millones. Pero que, si entra a la cancha un gato o un perro, en el partido no hay ningún jugador que valga medio millón. 

Todas esas cosas me las enseñó él mientras mirábamos fútbol. Ahora, que soy grande, entiendo que mi viejo y yo no hablábamos de fútbol. El fútbol nos sirvió para conectar otras cosas que no podíamos conversar. 

Por eso, ahora no me cuesta descubrir nada descubrir a un golpe de vista cosas parecidas a las que me enseñaba él. Yo cuando miro fútbol, descubro rarezas. Descubro que si hay tres hermanos en un mismo equipo, es liga caribeña. Que si hay gemelos, es liga holandesa. Que si juegan en el mismo equipo un padre y un hijo, es liga turca. 

Hoy podría darle datos nuevos a mi papá, si él viviera. Podría decirle, por ejemplo, que cuanto más larga y estúpida es la coreografía de un gol, más escandinavo es el equipo. Que si el hincha sabe cuánto gana cada jugador, es liga española. Y que si el hincha sabe a quién se coge cada jugador, es liga argentina.

¿Pero a quién le puedo contar todo esto ahora? Y, sobre todo, ¿qué sentido tiene? 

Desde que estoy sin padre ando como bola sin manija, porque el fútbol nunca fue un monólogo en mi vida. Fue la interminable conversación entre dos hombres. 

La primera vez que yo vi una pelota de fútbol fue en el cielo de Mercedes, mi ciudad natal. Yo tendría (como mucho) dos años. Mi papá me llevaba a upa. Un arquero pateó al medio de una cancha de tierra y yo vi la pelota en el cielo, interrumpiendo el atardecer de Mercedes. Vi la pelota y, obviamente, con dos años, pensé que era la luna. Seguramente, hasta debo haberlo dicho: 

—Luna, luna. 

Él me llevaba a upa y se rio y me dijo:

—No, negrito, no es la luna, es una pelota—. Así empezó nuestra conversación sobre fútbol.

Después, la charla siguió en las tribunas, en los televisores, en el cilindro de Avellaneda, en los sillones de casa… Fue un parloteo interminable que duró seis mundiales. En dos salimos campeones. Y después siguió en los teléfonos, en los chats veloces cruzando el océano. 

La de mi padre y yo fue una conversación feliz que duró más de treinta años. 

Y cuando se murió descubrí que no me importa el fútbol. No me importa. Solamente me importaba él. Me pasa cada vez que juega Racing. Estoy viendo el partido, tranquilo en casa, y a los cuarenta y cuatro minutos del primer tiempo, me doy cuenta de que no va a sonar el teléfono.

Hernán Casciari