No hablo, no veo, no oigo
5m

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Charlas con mi hemisferio derecho

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La primera vez que tuve esa intuición sentí pánico. Habíamos ido con Roberto a ver un River—Rácing decisivo que perdimos dos a uno. Yo tenía trece años. De regreso a Mercedes pensé que, posiblemente, el resultado habría sido otro si esa tarde no hubiésemos ido a la cancha. Supe que, al ir, habíamos modificado sutilmente el destino. Desde ese día ando con mucho más cuidado.

Aquel primer sentimiento de dualidad fue muy básico, pero ahora me sirve para explicar con sencillez el proceso: al ir aquella vez a Núñez interactuamos (Roberto y yo) con otras muchas personas. Posiblemente, al ocupar un parking de la cancha de River, hayamos provocado que otro coche tuviera que buscar sitio.

Ese otro coche quizá se haya topado —por nuestra culpa— con el ómnibus que traía al equipo de Racing, impidiéndole el ingreso al estadio. Esos segundos de retraso pudieron haber provocado algún malestar en Rubén Paz que, una hora más tarde y por culpa de aquello, erró un penal que nos hubiera puesto dos a dos. Y habríamos salido campeones.

Pudo no haber sido así. Pero pudo haber ocurrido de ese modo. La duda (la acechante probabilidad) es la que genera nuestra incertidumbre y la que aliementa la pena con la que tenemos que convivir.

Esa sensación de haber modificado el destino le ocurre con mucha frecuencia a quienes padecen una desgracia muy grande:

-Si le hubiese insistido a Andrea de ir a correr ese domingo —se dolía Giovanni tras la muerte de su hijo, en La stanza del figlio—, él no habría ido a bucear y no hubiese muerto.

Pero no necesariamente las desgracias que cometemos al actuar, o al dejar de hacerlo, provocan desastres en nuestro círculo. Pensar de ese modo es no tener visión de conjunto. ¿No es posible, acaso, que al llamar a un número equivocado en Cuba, al provocar que alguien atienda un llamado, estemos salvándolo de morir en un accidente, o provocándole la muerte en la bañera? Lo mejor es no atender ni usar los teléfonos. Lo mejor es no hacer nada.

Me ocurría algo muy extraño durante la Navidad, en Argentina. La medianoche nos encontraba siempre de sobremesa en el jardín de la casa de mi hermana. Al aire libre. Y entonces yo escuchaba, muy lejos, los primeros tiros al aire. Tan pronto sentía un disparo, me preparaba para recibir la bala perdida. Pero con dignidad: sin luchar.

Cualquier cosa que pase (por ejemplo un balazo al cielo) inaugura la posibilidad de morir. Es decir que si estoy a la intemperie cuando ocurre un disparo festivo, acabo de comprar —sin querer— un número para la lotería de la muerte. Las posibilidades de que la bala caiga en medio de un campo o en mi cabeza son las mismas. En esos casos, la gente superficial lo que hace es guarecerse abajo de un techo. Yo no. Yo me quedo quieto. Siempre pienso que si me muevo, la bala me encontrará en el camino. Lo mejor es no hacer nada. Siempre. Es preferible que la bala te encuentre y no que la vayas a buscar.

García Márquez cuenta una historia espeluznante que tiene que ver con esto. Una mujer sueña que ocurrirá una desgracia horrible en el pueblo y se lo comenta a su hijo mayor en el desayuno. El hijo reproduce el vaticinio a sus amigos en el billar. El rumor llega al carnicero, que lo repite en el mostrador. Cada ama de casa cuenta la historia en la sobremesa del almuerzo; luego los maridos la expanden en sus empleos y los hijos en las aulas. A las ocho de la tarde el pueblo entero padece una histeria tan brutal que provoca un éxodo sangriento. Entre la marabunta que corre, la madre del sueño encuentra a su hijo y le dice:

—¿Viste m’hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?

Los que llevamos con dramatismo este terror, los que tememos interferir en el destino poniendo los pies donde no debemos, solemos quedarnos paralizados. Dentro de lo posible, no hacemos nada. No es que tengamos fiaca, como piensan algunos con malicia y cortedad. Es que no queremos vivir con la culpa de estar tejiendo involuntarios desastres colectivos.

—¿Esta vez tampoco me acompañarás al pediatra? —me pregunta Cristina, ya con la nena en brazos y de evidente mal humor.

—Mejor andá vos sola —le digo—, que después pasa lo que pasa. Ayer, por ir a sacar la basura, mirá la que se armó…

—¿Qué pasó? —me pregunta, como si no lo hubiera leído en el diario.

—El atentado en Bangladesh—le digo, sintiendo cómo la culpa me envuelve—. Dieciséis muertos. Si hubieras sacado la basura vos no pasaba nada.

—Un día va a pasar una desgracia de veras —me dice, medio llorando—, pero aquí dentro. Tí sigue tirado en el sofá y verás.

Cristina se va siempre de casa gritando o pegando portazos. Eso tampoco es bueno, se lo tengo dicho. Hay que cerrar las puertas despacio. Hay que hablar lo menos posible, en susurros. Los que somos respetuosos de los mundos paralelos tratamos de pasar desapercibidos.

Yo no sé, con el escándalo que hace esta mujer cada vez que sale de casa, cómo es posible que todavía no haya habido un golpe de estado en Portugal. Yo creo que es cuestión de días.

Hernán Casciari