No soy yo cuando me disgusto
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Charlas con mi hemisferio derecho

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Yo también después de reventar costuras y volverme loco tras una crisis marca cañón, agarro mi bolsito Dunlop y me pongo a hacer dedo en la ruta para llegar a una ciudad nueva, en la que nadie sepa quién soy. Como mi amigo Bill Bixby, experto en crisis y gran comprador de camisas leñadoras.

El hombre entra en crisis por una mujer, por desgaste profesional, por falta de vocación o porque lo aplasta la intrascendencia del universo. Particularmente sólo probé las dos primeras. (La vocación me acompaña a donde voy, como el perro al sulky; mientras que el universo y sus disparates se controlan con medio porro y escribiendo cuentos).

El problema es que cuando estás en crisis no podés hablar de ella. Cuando llega la calma, en cambio, la crisis se convierte en esos insectos disecados después de muertos, y con tus uñas diminutas podés levantar el cuerpo invertebrado, llevarlo al microscopio para ver qué era eso que te había picado tan fuerte, que te había dejado al borde de la baba, con la muñeca doblada a un costado de la cama, medio muerto y pidiendo la hora al juez.

Ahora que estoy en calma puedo diseccionar el insecto. Es así de simple: no somos una leyenda. A mí lo que más me inquieta es la tranquilidad pegajosa que sobreviene después de la tormenta. ¿Qué la trae, por qué olvidamos, por qué sanamos? En medio de la crisis nadie apuesta una moneda por la paz: la crisis parece interminable, sí, porque el dolor está más vivo que uno. Pero después ocurre algo, un ruido interno como el interruptor del motor del agua, ¡trac!, y llega un silencio reparador.

Algunas otras cosas vuelven a tener sentido entonces. Son las mismas idioteces de siempre, las habituales, pero algo las hace resplandecer otra vez después de una crisis: las ganas de escribir, ir a la cancha, dormir con una mujer, jugar al póker. Todo eso ha estado siempre, agazapado a los costados de la crisis. Nunca había desaparecido, es cierto, pero era invisible; o mejor: era poco.

Lo peor que te puede pasar en la vida es querer demasiado una sola cosa. (En lunfardo se llama berretín). Cuando lo tenés, la felicidad es artificio; pero si no llega, el desgarro es verdadero y duele. Mal negocio querer demasiado únicamente algo, no tener la variante de la suplencia, de lo que los estafadores menores llamamos el plan b.

Saltando de crisis en crisis, supe que lo mejor era estar preparado. Entre los sanguchitos y la fanta naranja, en la canasta del picnic deberíamos llevar el paraguas y las galochas. Y alguna vez sería bueno no ir a la cita; pero ojo, no estoy hablando de dejar plantada a la chica fea: hablo de fallarle a la más linda y tetona del pueblo, para quedarse en casa a mirar Trasnoche Aurora Grundig. ¿Por qué? Pues porque sí, para que por una vez la crisis quede despistada por falta de pruebas, a contrapierna, enceguecida como un cuis.

Saltando de crisis en crisis, aprendí a tener siempre a mano una segunda opción, algo en la despensa por si finalmente es cierto lo del segundo diluvio. Igual eso no es preventivo de nada: igual lo peor te está esperando del otro lado de la puerta, pero por lo menos uno se cree más vivo, más viejo y más zorro.

Como dije, yo recibí la calma hace ya mucho. No toda la calma (para qué exagerar entre amigos), pero sí un buen pedazo de la torta. Y eso me bastó para seguir camino, con la camisa rota, el bolso Dunlop y la musiquita triste del piano… Igual que el sufrido Bill Bixby —ese amigo eterno— tampoco yo soy yo cuando me disgusto.

Hernán Casciari