—Será un lector de Orsai —me dice Cris, mientras le cambia los pañales a la Nina—, lo raro es que sepa el número del fijo. Esta gente generalmente te llama al móvil.
—Y ni siquiera.
Es cierto. Suelen contactarse lectores conmigo, para quedar a comer en el FreeWay o cosas por el estilo, pero siempre lo hacen por mail al principio, tímidamente. Nunca llaman a casa, nunca dicen «quisiera verlo». Pero a mí me extrañaban más otros detalles:
—Lo raro también es el nombre —le digo—: nombre chino, acento argentino. Y además me trata de usted, pero tiene la voz de un pibe joven.
Como soy un poco miedoso con los desconocidos y un poco indiferente con los desvergonzados, no lo llamé un carajo. Entonces pasaron tres días y el lunes (ayer) sonó otra vez el teléfono. Esta vez yo estaba en casa jugando con la Nina.
—Hola, soy Woung, ¿está Hernán Casciari?
—Él habla.
—Necesitaría verlo —me dice—. Me vuelvo esta noche y solamente hice el viaje para conocerlo a usted. Si no le molesta paso por su casa en un rato.
—No sé si voy a poder atenderte, mi mujer no está y yo estoy con mi hija, y es un quilombo si viene gente…
—Mejor, mucho mejor —me dice—. También quiero ver a la bisabuela.
—¿A qué bisabuela?
—Yo le explico cuando nos veamos. Por favor, Hernán. Sería un rato nada más, unos mates, hablamos un poco y me voy.
Lo del mate me da una cierta tranquilidad.
—Bueno, qué sé yo, como quieras. Te paso la dirección, ¿tenés para anotar?
—Estoy acá cerca, en la Sagrada Familia, y la dirección me la sé de memoria desde la otra vez —me dice—. Ahora mismo le toco el timbre. Usted vaya poniendo el agua.
Casi no tuve tiempo de pensar cómo podía ser que tuviera mi dirección «desde la otra vez». ¿Qué otra vez? No había pasado un minuto desde la conversación telefónica y ya estaba sonando el portero eléctrico. En vez de abrir desde adentro, como hago siempre, salí afuera para orejear la cara del invitado través de la puerta de la calle.
Lo que vi fue a un muchacho medio chino, oriental mezclado con cristiano, esa gente híbrida que hay ahora, esa gente moderna y cosmopolita. Bien vestido, eso sí, y con una media sonrisa gigante en la cara. Me estaba saludando con la mano.
Le abrí al puerta con un poco de miedo y me pegó un abrazo. Al verlo hacer dos gestos, el corazón me dio un salto: su cara me sonaba conocida, pero no recordaba de dónde. Me preocupaba sin embargo esa familiaridad, sobre todo cuando él estaba serio. En cambio cuando se reía era más chino que nunca, y eso me parecía mejor.
Después de los saludos en el rellano se metió en casa sin pedir permiso y se fue derecho al sofá donde estaba la Nina. Mi hija lo miraba sin miedo: cosa extraña en ella, que es muy fifí con los recién llegados. Suele ponerle mala cara a toda la gente nueva hasta que no le dan caramelos o pan. Pero al chino lo miraba feliz, como si fuera un juguete.
—Yo a usted no llegué a conocerlo —me dice Woung apretándole los cachetes a mi hija—, pero a Nina sí. A ella sí que la conozco, ¿cierto, Nina?
La Nina dice que sí con la cabeza. Es el colmo.
—¿De dónde la conocés a la Nina, del fotoblog? —le pregunto con algo de resquemor, como si de pronto supiera que no tendría que haberle abierto la puerta a ese hombre, al menos no con mi hija dentro.
—No, de ahí no —me dice—. Nina es mi bisabuela, por parte de madre.
Me recorre un frío por la espalda. Me dan miedo los locos, desde siempre les tengo fobia, porque nunca sé cómo hay que reaccionar ante su desdoblamiento. Hago un esfuerzo por entender de una manera lógica lo que ha dicho:
—¿Tu bisabuela también se llama Nina? ¿Eso me querés decir? —pregunto, y lo miro a los ojos, pidiéndole en silencio que no diga lo que sospecho que está a punto de decir.
Pero va y lo dice, un segundo después de que yo adivine lo que va a decir, él sonríe y lo dice:
—Nina es mi bisabuela, Hernán. Usted es mi tatarabuelo —se sienta en una silla, como si estuviera cansado, como si ya no importara nada más, y remata—: y yo vengo del futuro.
En la tele sin sonido hay dibujos animados que Nina observa sin pestañear. Todo lo demás en mi casa es silencio, y un chino loco que me mira.
—Venís del futuro —repito despacio, sin perder la calma, poniéndome entre el recién llegado y mi hija, midiendo la puerta, buscando con la vista algún tramontina para defenderme del ataque inminente del desquiciado.
—Del año 2098 —me dice—. Este es el árbol, mírelo tranquilo.
Me pasa un pedazo de papel escrito a mano, con el dibujo de un árbol genealógico muy desprolijo, como si hubiera sido redactado durante un viaje en tren. Lleno de líneas, flechas y círculos que omito, el papel viene a decir algo así:
Nina se casa con Fernando (un abogado uruguayo) y da a luz a Marc, en 2026. Marc se casa con Dai-ki, coreana, y tienen a los gemelos Yuan y Andreu en 2051. Yuan se casa con con un abogado argentino y nacen Li (2070), Lucas (2072) y Woung (2075).
Del otro lado del papel hay un mapa para llegar a la Sagrada Familia, al Parque Güell y a otros centros turísticos de Barcelona. Le devuelvo el «árbol» y lo miro a los ojos, sin gestos. Lo estoy estudiando lentamente.
A decir verdad, el chino no parece peligroso en un sentido físico. Quiero decir, no parece inquieto o desesperado por matarme. Toda su locura, por el momento, es verbal. Pero yo me he cruzado muchas veces con locos: sé que son paulatinos, sé que su alucinación va siempre increscendo, que nunca hay que confiar en la serenidad de sus manos. ¿Para qué mentir? Estoy cagado de miedo. Mi hija tiene un año y medio, hace solamente dieciocho meses que la tengo conmigo. Yo me he cruzado con locos muchas veces, y siempre supe defenderme, siempre supe moderar una situación con una dosis de sicología, o por lo menos supe salir disparando a tiempo. Pero ésta es la primera vez que estoy poniendo en peligro algo más importante que mi vida. Nina está ahí, en el sofá, con sus ojazos inocentes. Y yo estoy cagado de miedo.
Tiempo. Necesito hacer tiempo para saber cómo actuar, de qué modo sacarme de encima a este chiflado.
—No me cree —me dice el chino.
—¿Debería?
—En realidad, pensé que me iba a costar menos convencerlo, una vez que viera el árbol genealógico —me dice—… Yo leí una teoría suya, ¿se acuerda?, en la que usted dice que los extraterrestres no existen, que somos nosotros mismos en el futuro. Usted mismo ha escrito alguna vez eso.
—Suelo escribir muchísimas boludeces, demasiadas.
—Pero ésta era verdad —me alienta—. Déle, ¿por qué no se sienta y se relaja un poco? —me acerca una silla—. ¿Quiere que ponga el agua, que tomemos unos mates?
Entonces me decido por una estrategia y actúo.
—Podríamos hacer lo siguiente —le digo, con mucho tacto, fingiendo mirar el reloj con naturalidad—. Yo tendría que llevar a Nina a la guardería ahora mismo. Si querés nos encontramos en el bar de la esquina, en media hora. Me esperás ahí y charlamos. Toda la tarde, ¿qué te parece?
—No vas a venir —me dice, y entonces me tutea.
—¿A dónde? —me empiezan a temblar las piernas— ¿A dónde no voy a ir?
—Al bar. Te voy a esperar una hora, dos horas, y después llega un guarda civil y me pide los documentos. Vos estás en la casa de tus suegros. Me mandás a la policía por teléfono porque pensás que estoy loco, que quiero hacerte daño.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Era ésa exactamente mi idea, exactamente ésa, punto por punto.
—No, nada que ver… ¿Qué te hace pensar así? —le pregunto.
—Ésta es la segunda vez que vengo a verte. La primera me mandaste la policía. Yo te estaba esperando en el bar. Ahora ya aprendí, por eso te traje el árbol, para que me creas.
—¿Es tu segunda vez? —digo, sonriendo de pánico— ¿Esto es como «El día de la marmota»?
—Sí… Y vos sos Andy McDowell —me dice, y se ríe como un chino feliz—. Mirá. Vamos a hacer las cosas bien. Yo no pienso hacerte nada malo, ni a vos y ni a ella. ¿Cómo voy a hacerles algo malo si son mi sangre? Solamente vine para charlar un rato, para conocerte.
—Estás loco, hermano, no podés pedirme que te crea —le digo.
—En un minuto, justo en un minuto, va a llamarte tu mujer al móvil —me dice—. Preguntando si yo vine. Eso pasó la primera vez, y va a pasar ahora de nuevo. En cincuenta segundos, exactamente. Con ese dato te convenzo de que es cierto todo lo que digo. ¿Te convenzo con ese dato? Treinta segundos y suena el teléfono. ¿Con eso te quedás tranquilo?
No le respondo; me muerdo el labio. ¿Tranquilo, me quedo tranquilo con eso? Miro el móvil que está sobre la mesa. No sé qué quiero que pase. No sé si prefiero que no suene, y saber que estoy frente a un loco peligroso que sabe karate; o si prefiero que suene, que sea Cris la que llame, y entonces saber que el chino que sonríe es, realmente, mi tataranieto que ha llegado del futuro en una nave nodriza o algo así. No sé qué quiero.
—Veinte segundos —dice Woung—. Cuando llame tu esposa, decile que todavía estoy acá, que estamos charlando, que soy un lector de Orsai, que está todo bien. No la alarmes, es al pedo… Yo mientras voy a poner el agua para unos mates —me guiña un ojo y dice:—Diez segundos y suena. Tranqui.
Woung se levanta y se mete en la cocina. Me quedo quieto. Escucho el agua caer como una lluvia en el fondo de la pava, el fuego que se enciende, y su voz, la del chino, que dice muy despacio: «cinco segundos, y cuatro, y tres…». Todo parece un sueño.
Y entonces suena mi teléfono móvil. Es Cristina: quiere saber si vino el lector raro, si ya se fue, que cómo era, que qué quería.
—A la noche te cuento —le digo—. Estamos tomando mates acá en casa. Más tarde te llamo, la Nina está viendo la tele. Un beso.
Cuando cuelgo, Woung saca la cabeza por la puerta de la cocina, sonriendo con su sonrisa de chino, y me dice:
—Tomás con sacarina y un chorrito de limón, ¿no? Como toda la familia.
—Sí, Woung —le digo—, como lo toman ustedes.
Esta historia tiene una segunda parte llamada Tarifa plana de porro y otros avances.