Pastillas que borran los malos recuerdos
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Esta semana la revista Nature Neuroscience ha vaticinado la extinción de la caricatura del psicólogo, tal y como la conocemos: el señor adusto con pipa, apoyado en su sillón con indiferencia de tótem, mientras nosotros, pobres infelices, nos hundimos en el diván y oímos la frase típica: «Bien, hábleme de su infancia». 

Según la revista científica (prestigiosa, seria y solemne), en no muchos años más nos tomaremos unas pastillas y adiós el miedo a los sapos, adiós a mi padre que me pegaba con el cinto, adiós a un morocho que me manoseó en el tren. El estudio fue realizado por investigadores holandeses, quienes, casi por casualidad, descubrieron que una píldora que ya se encuentra en el mercado para tratar la presión arterial podría, con algunos tejemanejes, ayudar a las personas a borrar los malos recuerdos, los desórdenes de ansiedad y las fobias. La droga se llama propanolol — más conocida que el hambre entre los hipertensos— y ya se están haciendo pruebas satisfactorias con grupos reducidos de fóbicos. Más allá de la alegría de la comunidad científica por este hallazgo (y la desazón del Colegio de Psicólogos si el asunto prospera y se comercializa), nadie parece haber relacionado todavía que los malos recuerdos son, más que otra cosa, el ingrediente natural de la experiencia. O, para decirlo en lenguaje tambero, el que se quema con leche ve una vaca y llora.

La droga, si prospera, vendrá acompañada por la polémica y también por el fantasma del mercado negro, porque no hay nada en el mundo más seductor que tener a mano un puñado de pastillas que borren los malos recuerdos. La esposa casada con un energúmeno se tomaría una cada noche, al sentir que se abre el portón del garaje y el marido regresa del bar zigzagueando. El jovencito tímido intentaría encarar a todas las rubias del baile, y se estamparía una píldora después de cada ‘No’ rotundo, para volver a empezar con la rubia siguiente, o quizás con la misma rubia. El ministro de economía tendría muy a mano empastillar al pueblo entero si un día se le ocurre, como la gran solución a todos los males, regresar al uno a uno. Los fracturados se comprarían una nueva motoneta, una más grande. Los inversores volverían a dejar dólares en el banco sin sentir un cosquilleo de inquietud. Passarella volvería a la Selección Nacional. Nadie recordaría por qué le había puesto rejas a su casaquinta. Olvidaríamos todos, al unísono, la tabla del nueve, posiblemente el primer recuerdo horrible de la infancia. Muchísima más gente sería hincha de Racing. Es decir que, con cada píldora, eliminaríamos la experiencia de lo malo, de todo lo que nos hizo fuertes, el porqué de los llantos antiguos.

Volviendo a la metáfora del tambo, la futura píldora posiblemente consiga que el enfermo deje de llorar ante la presencia inocua de una vaca, pero también multiplicará las opciones de que el medicado vuelva a meter los dedos en la leche hervida. Una, diez, cien veces más. Quiera el destino que todo quede en la nada. Porque este nuevo medicamento, en manos de seductores de feria, de vendedores de autos usados y de gobiernos nacionales, podría convertirse en un bucle eterno de desgracias.

Hernán Casciari