Primera noche en Buenos Aires
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Pausa

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Cuando nos vinimos a vivir a Buenos Aires, teníamos dieciocho años y no nos alcanzaba para alquilar. Era la época de la hiperinflación. Entonces mi amigo Chiri y yo terminamos en la casa de una señora que se llamaba Tita; ella tampoco tenía planeada la hiperinflación y tuvo que alquilarle una pieza a dos desconocidos que venían del interior.

Cuando llegamos, la vieja Tita (pobre mujer) nos mostró la habitación: un entrepiso, con ventana a la calle, en Villa Urquiza. Nos cobró por adelantado la primera mensualidad y nos dio un solo juego de llaves. Nosotros dejamos nuestras valijas en la cama y nos fuimos a pasear.

Buenos Aires era, por fin, nuestra ciudad. Compramos libros usados en los puestos de Plaza Italia, comimos pizza, visitamos gente. A las dos de la mañana volvimos a nuestra casa nueva para pasar la primera noche en Buenos Aires. Estábamos eufóricos, teníamos una llave de Buenos Aires. Nos acostamos cada uno en nuestra cama e intentamos dormir. Chiri se durmió enseguida, pero a mí me molestaba un chiflete que entraba por la ventana.

Entonces me levanté, abrí la ventana, fumé un cigarro mirando la calle, vi pasar el noventa y tres por la avenida Álvarez Thomas. Tiré la colilla a la vereda, me sentí inmortal, me sentía mayor de edad. Quise cerrar la ventana para dormir porque eran como las cuatro de la mañana, pero la ventana no cerraba: por eso entraba el frío. Una de las hojas de madera estaba hinchada y no calzaba bien en el marco. Hice fuerza, pero no pude encajarla. Yo tendría que haber desistido, me tendría que haber ido a dormir, pero esa noche yo era inmortal.

Así que saqué del bolso un cuchillo de cortar carne, un Tramontina, y empecé a usarlo como destornillador, y les saqué la bisagra a las ventanas y saqué el marco completo de la ventana. Y me senté a aplanar la madera para bajarle la hinchazón. Y claro, Chiri se despertó, y me dijo:

—Gordo, la concha de tu madre.

Y con un ademán sonámbulo me arrancó el cuchillo y lo tiró por la ventana.

Yo no sentí ningún dolor. Me bajó la presión, pero no supe bien por qué. No me di cuenta de nada. No sentí que los dedos —el índice y el mayor— me colgaban de la mano. Supe que algo raro pasaba cuando sentí humedad en la pierna. Era sangre. Noté el borbotón de sangre caliente en la rodilla, y después en las sábanas. Claro: la hoja del cuchillo Tramontina, cuando Chiri me lo arrancó, me sacó los tendones, me dejó los huesos a la vista.

Chiri dormía; lo tuve que despertar.

—Chiri —le dije, pálido—, tengo sangre.

Pero él no se despertaba. Entonces me anudé los dedos con la sábana para que dejara de chorrear, y ahí sí sentí el dolor. Un dolor tremendo, nunca en la vida había sentido un dolor así, y grité, grité como loco. Y ahí sí, Chiri se despertó y empezó a enfocar la escena.

Vio los latigazos de sangre en el empapelado de la casa de la vieja Tita, en el mosaico, en su propia camiseta de dormir. Chiri no entendía lo que estaba pasando.

Entonces se me ocurrió sacarme el revoltijo de sábanas y mostrarle los dedos que me colgaban de la mano.

No fue buena idea en absoluto. Cuando vio mis dedos colgando, Chiri hizo tres cosas. Primero: puso los ojos en blanco. Después, vomitó. Y tercero, se desmayó boca arriba en la alfombra.

Fue la única vez en la vida que vi a un ser humano hacer esas tres cosas —tan chistosas— al mismo tiempo. De no ser por el dolor en la mano, lo hubiera aplaudido a Chiri hasta reventar.

Entonces me senté en la cama y, como pude, me hice un torniquete y me empecé a reír porque Chiri estaba vomitado en la alfombra, era muy gracioso. Me reí como un loco, traspasado por el dolor, porque sabía que faltaban diez segundos, quince, para que la vieja entrara por la puerta.

Y cuando escuché el picaporte, cuando sentí los pasos de la mujer del otro lado de la puerta —sabía que iba a entrar porque era su casa y había escuchado ruidos—, cuando supe que esa pobre mujer iba a ver su empapelado lleno de sangre, y a un chico vomitado y desmayado en su alfombra, y la ventana de su casa arrancada de cuajo, y a otro chico, más gordo y pálido, en calzoncillos y con dos dedos colgando, muerto de risa, cuando supe que iba a pasar todo eso, entendí que estábamos en lo más alto, en lo más hermoso de la juventud.

Hernán Casciari