Al revés que sus dueños, los perros que huelen droga son inteligentes y dóciles. Yo jamás los había visto trabajar, por eso creía que los perros adiestrados, cuando huelen una maleta sospechosa, ladran fuerte. Y no es así en absoluto. El primer perro que olfateó mi valija se sentó y se quedó quieto. Esa es la señal del crimen: sentarse inmóviles.
Cuando ocurre esto, a los policías les brillan los ojos y se ponen contentos. Si tuvieran cola, la moverían. Les encanta que sus mascotas den la señal de alerta, porque eso significa que pueden iniciar el protocolo.
El protocolo de detención por drogas en el aeropuerto de Perú es alucinante de inicio a fin. Todo lo que ocurre va in crescendo: primero te detectan en la fila del embarque, después te alejan de la gente con delicadeza, enseguida te hacen bajar por escaleras que tienen cartel de «No pasar» y, cuando ya no hay testigos a la vista, te empiezan a hacer preguntas violentas mientras cruzás charcos y habitaciones.
Te aprietan el brazo, nunca dicen qué ocurre y, todo el tiempo, mientras caminás por pasillos desolados, tenés un solo pensamiento: «Acá me cogen». Yo tuve esta certeza un montón de veces mientras duró el protocolo: «Acá me ponen en cuatro y me cogen entre todos».
Seis días antes yo había llegado a Lima en un vuelo directo desde Madrid. Nunca había estado en la ciudad y tenía muchas ganas de conocerla. El hotel que me dieron estaba bien y el primer recibimiento feliz ocurrió por teléfono, cuando yo siquiera me había descalzado. «Hay alguien que quiere hablarle, le comunico», dijo la recepcionista.
Me quedé esperando el tono sentado en la cama. Supuse que serían los organizadores del evento, pero no. «Casciari», dijo una voz cavernosa del otro lado, «soy Julio Villanueva Chang, bienvenido a Perú. Supongo que necesitarás marihuana, ¿verdad?».
Me puso de buen humor escuchar la voz del director de Etiqueta Negra, la revista de crónica latinoamericana que más me gusta. Pero más feliz todavía me hizo sentir su anfitrionazgo elegante.
Recuerdo que pensé, después de colgar: «¿Por qué no soy así de generoso con los colegas drogones que vienen de visita a España?». Mi excusa fue al mismo tiempo chovinista y falsa: «Porque no soy español», me dije; «que les ofrezca porro la directora de JotDown». Y me sentí redimido.
Esa misma noche Julio Villanueva se acercó hasta mi hotel con una bolsa llena de porro aromático y suave. Armé uno y guardé el resto bien al fondo de mi valija, más abajo incluso que la ropa interior. Después me fui con Julio a caminar por Lima, una ciudad que siempre parece estar a punto de llover, pero en la que nunca llueve. Nunca es nunca.
Esa inminencia falsa de chaparrón es muy tentadora para el extranjero, porque todo el tiempo nos da la sensación de que está a punto de ocurrir algo húmedo. Para el limeño, en cambio, es una desgracia que los hunde en un pozo de locura, como la tortura china en la frente pero al revés: ellos esperan una gota que no aparece nunca.
Los siguientes cinco días fueron ajetreados. Lo que más me gusta de estar solo en los hoteles es que me siento el padre que mi hija querría tener, y el esposo que mi mujer hubiera preferido: me levanto temprano, me ducho por las mañanas y a diario, desayuno bien vestido alimentos de muchos colores y después salgo a la calle y soy sociable, hablo, sonrío, camino bajo el sol y me dejo llevar a hacer turismo.
Es una lástima que Cristina y Nina no puedan disfrutarme en ese estado, y en cambio deban verme en casa —los otros trescientos sesenta días del año— malhumorado, fotofóbico y roñoso.
Di la charla y la conferencia previstas, pero también fui a la televisión y me dejé maquillar, hablé de libros con un señor de anteojos, almorcé en todos los restaurantes que pusieron de moda la comida peruana en el mundo, tuve largas sobremesas con directores de revistas que hablaban sobre asuntos inteligentes y tuve la sensatez de quedarme callado.
Paseé por los mercadillos y le compré a Nina instrumentos musicales autóctonos, conocí a muchos lectores de Orsai en una fiesta que se alargó hasta que se hizo de día en la casa de un japonés que tenía pósters colgados de Spinetta y una cocaína muy conversadora, conocí a Paloma Reaño, que por esa época empezaba a hacer realidad lo que más tarde sería El Buensalvaje, una revista de literatura que ahora me llega cada mes a casa y me recuerda aquellas noches de Lima en que su proyecto empezaba a tomar forma.
A cada paso que daba en la ciudad, a cada actividad de mi agenda, la precedía una rutina idéntica: por la mañana me duchaba, desayunaba y sacaba de la bolsa un poco de porro aromático y suave; me lo metía en un bolsillo y dejaba el resto de la bolsa en la maleta, bajo la ropa interior limpia.
Lo hice así todos los días hasta el último, en que se acabó el porro y tiré la bolsa vacía al inodoro. El regalo duró exactamente mi estancia en Perú: hasta en eso Julio Villanueva había sido previsor; gracias a él encaré todas mis tareas en Lima —charlas, conferencias, entrevistas— con una predisposición aromática, suave y risueña.
Perdí la sonrisa cuando, ya a punto de embarcar de regreso a Barcelona, sentí con nitidez que un funcionario uniformado le decía mi nombre a la azafata del vuelo. No escuché la frase completa, solo mi nombre y mi apellido exactos, pero la actitud del guarda aeroportuario era obvia.
Dijo algo así como: «Cuando aparezca por aquí me avisas». No le di tiempo: salí de la fila y llamé al funcionario yo mismo, con un gesto. Él se acercó: «¿Dígame, señor?». «Escuché que decías mi nombre», le contesté. «Soy Hernán Casciari», y le mostré mi pasaporte abierto en la foto.
En un primer momento de ingenuidad pensé que me había olvidado algo en el hotel y que me buscaban para devolvérmelo. Entendí que no era tan simple cuando el policía, sorprendido de que me entregara sin resistencia, llamó a dos compañeros y me hizo poner los brazos como un espantapájaros para cachearme.
Recién entonces intuí, con toda la certeza del mundo, que el tema venía por la valija que había facturado media hora antes y que estaba en la bodega del avión. Mi lucidez fue inmediata: los perros habían olfateado el aroma persistente de una bolsa de marihuana que ya no existía.
Saber esto me fascinó. Quiero decir: saberme inocente y limpio me pareció una bendición, porque supe que todo lo que iba a pasarme no estaría teñido por el miedo a quedar preso, sino por la deformación profesional del periodista.
¿A dónde me llevarán?, ¿qué me harán?, ¿en qué momento descubrirán que fue un error?, ¿me darán fuertemente por el culo?, ¿el avión me esperará o tendrán que darme otro vuelo?, ¿me pedirán disculpas?, ¿conoceré a los perros?
Mientras los tres policías me agarraban de un brazo y me sacaban de la parte visible del aeropuerto, tuve una sensación placentera que suele darse en ciertas pesadillas, cuando uno descubre que está soñando y lo que ocurre ya no produce miedo sino curiosidad viciosa.
Me hicieron bajar varias escaleras, y en cada descenso la decoración pasaba de buena a regular, de roñosa a mugrienta, y de pésima a cochambrosa. «¿Lleva algún encargo?», me preguntó durante la caminata el único policía que me hablaba. Le respondí que no. «¿Está seguro?». Le respondí que sí, que estaba seguro, y le pregunté a dónde me llevaban. «Tenemos que abrir su maleta, señor, usted debe estar presente».
Llegamos a un sucucho infame, de tres por tres, iluminado por un fluorescente pálido. En medio de la escena, como una diva gorda de otros tiempos: mi valija precintada.
Me pusieron contra la pared y me dijeron que debía mirar fijamente la maleta. La miré como un prehistórico mira el fuego. El policía hizo una seña y entró a la habitación un perro blanco precioso, de raza indefinida, que empezó a dar vueltas alrededor de la valija. Después de la cuarta vuelta, se sentó.
La sentada del perro provocó murmullos entre las autoridades. Tras una señal entró un policía nuevo; se notaba a la legua que era de categoría superior, porque parecía más enojado que los otros. «Debemos proceder a la apertura de su equipaje», me dijo; «hay evidencia de sustancias ilegales en su interior».
Me pregunté si siempre diría esa frase del mismo modo. «¿Está de acuerdo?». Le dije que sí. «Póngalo por escrito, mirando hacia allí mientras firma». Me dio un papel y me señaló una cámara de vigilancia en la punta de la habitación.
Miré la cámara con un gesto que hacía Carlitos Balá cuando se veía sorprendido y firmé. Los otros tres policías empezaron a abrir la valija.
«No deje de mirar», me dijo el superior. Yo no pestañeaba. «¿De qué color son los taxis en Roma?», me preguntó. Le dije que no tenía idea. «¿Usted no es italiano?». «Tengo pasaporte italiano, pero vivo en Barcelona». «¿Qué distancia hay entre Barcelona y Madrid?». «Seiscientos kilómetros, ¿por qué?». «¿De qué color son los taxis en Barcelona?». «Amarillos y negros.»
Entendí que me estaba haciendo preguntas para descubrir si mi pasaporte era falso, o si yo no era quien decía ser. «¿A qué vino a Perú?». «A dar una charla, soy escritor». Mi maleta estaba por fin abierta. Me dieron vergüenza mis calzoncillos.
Los tres policías hicieron entrar a un segundo perro, este era negro y parecía cansado de su rutina. El animal dio solamente tres vueltas alrededor de mi valija y se puso muy frenético con un grupo de camisetas sucias. Movió la cola un par de veces y se sentó, inmóvil. Los murmullos de los uniformados eran éxtasis puro. Dos hablaron entre ellos, un tercero le hizo una señal breve a alguien detrás de la puerta.
Entró un tercer policía, de jerarquía infinitamente superior a todos los demás. El nuevo tenía canas en las sienes, galones en la charretera y la piel curtida por mil batallas. Daba miedo. Yo pensé: «Este sí, definitivamente, me coge». El nuevo funcionario me miró de arriba abajo con desprecio. «Vamos a tener que revisar su maleta», me dijo. Respondí que no tenía ningún problema.
Los cuatro policías de menor rango empezaron a sacar la ropa y a revisar los bolsillos, a mirar las páginas de los libros que me habían regalado y a hurgar en los instrumentos musicales que eran regalos para mi hija. Esto fue lo peor: perforaron la quena, destrozaron la bandurria, rasgaron la zampoña y abollaron el pututu.
Pero no encontraron nada ilegal por ninguna parte.
«¿Usted consume drogas?», me preguntó decepcionado el comandante canoso. «Todo el tiempo», le dije. Me miró muy serio y levantó una ceja. «¿Consumió drogas estando en territorio peruano?». «Sin parar», le contesté. Al policía superior no le gustaba mi sinceridad.
«¿Trajo sustancias ilegales al Perú?». Le dije que no, que me gustaba fumar pero que no estaba loco. «¿Quién le proporcionó drogas en territorio peruano?». Estuve a punto de nombrar a Julio, pero había sido un gran anfitrión y no merecía ser delatado. «Un señor alto con los ojos achinados», le dije, «nunca le pregunté el nombre».
Los policías de mayor rango se fueron uno a uno de la habitación, junto con sus perros amaestrados. Parecían tristes, como si les hubieran quitado un juguete. ¿Les pagarían una comisión cada vez que encontraban un perejil?
Dos funcionarios se quedaron arrodillados junto a mi maleta, poniendo todo en su lugar, mientras que el primer policía, el que me había traído, me agarró otra vez del brazo y me llevó escaleras arriba.
«¿Pierdo el avión?», le pregunté. «No señor, el vuelo aún lo esta esperando». Me sentí un gordo importante.
Desandamos los pasillos y dejamos atrás el subsuelo. El policía que me llevaba parecía más relajado, creo que fue el único que siempre confió en mi inocencia. En menos de diez minutos me dejó otra vez con la azafata, al pie del avión, y se despidió de mí con un consejo. «Recuerde, señor», me dijo antes de soltarme: «al llegar a su casa lave muy bien su maleta».
Le respondí que tenía pensado hacerlo.