El 4 de abril de 1994 —por ejemplo— recrudeció en Ruanda una guerra civil entre dos tribus (los tutsis y los hutus) que costó la vida de 800 mil personas analfabetas de color negro en cuarenta y ocho horas. La portada de los diarios, al día siguiente, no mencionaba el asunto. Al menos en la prensa occidental de la que existe una hemeroteca online (como el periódico La Vanguardia, que es el que estoy usando para contrastar), la noticia de la desaparición de casi un millón de negros analfabetos aparecía en un recuadro perdido en la página quince, cuatro días después de que ocurrieran los hechos. En cambio, la muerte de tres mil seres humanos blancos alfabetizados durante el 11-S apareció en portada y en las siguientes 39 páginas de todos los diarios. Utilizo ex profeso los colores ‘blancos’ y ‘negros’ para dar cuenta de la cantidad de melanina existente en la piel de los muertos en cada uno de los acontecimientos. Y hasta podría adentrarme en la descripción y decir: muertos con traje y corbata (en un caso) y muertos en camiseta o en cuero (en el otro caso). Muertos limpios; muertos sucios. Muertos parecidos a mí; muertos distintos a mí. Quizá lo que ocurre con frecuencia no merece la pena ser contado. Quizá ahora Haití es portada porque la noticia es el terremoto, y no la muerte. Porque, ¿qué diferencia hay entre el Haití de hoy y el Haití del año pasado? Que esta semana se han muerto de a montones, y no en un lento goteo insensible. Quizá en seis meses, cuando los chiquitos haitianos vuelvan a morirse con la lentitud habitual —ya no por escombro en la cabeza, sino por el hambre de siempre— los países industrializados dejen de sentir esta irrefrenable necesidad de ayudar. Pero no nos preocupemos, porque este hecho natural (es decir, que está en nuestra naturaleza) también se da en otros ámbitos. Atención que voy a poner un ejemplo muy lindo: por un lado, miles y miles de africanos se mueren de hambre a diario y tienen que comerse entre ellos; esto lo sabemos, y no pasa nada. Por el otro lado, se cae un avión con 18 deportistas uruguayos que deben practicar canibalismo para sobrevivir; el asunto genera una novela de trescientas páginas, un documental de la BBC, una película en la que Ethan Hawke toma mate y un almuerzo anual con los sobrevivientes en el programa de Mirtha Legrand. ¿Por qué esa diferencia? ¿Por qué el Milagro de los Andes nos sigue produciendo escalofríos treinta años después, y el cotidiano goteo del hambre en elmundo no? Porque los uruguayos son como nosotros; porque «podría habernos pasado». La muerte cotidiana de gente distinta, que no juega nuestros deportes, que se viste de un modo raro, que se divide en tribus, nos importa menos. Y no nos acordamos poco de esas muertes porque ocurren todos los días. Nos acordamos cuando mueren de otra cosa. Por ejemplo, por un terremoto.