Era tan grande la belleza de sus movimientos que muchos dejamos de jugar y nos pusimos a mirarlos. Armamos clubes sociales, construimos tribunas de madera y de cemento, solamente para ver de cerca a los mejores de cada barrio. Después organizamos torneos semanales, discutimos reglas y elegimos colores para las camisetas. Éramos hombres, pero actuábamos como chicos la mañana del seis de enero.
Y claro, los que habíamos nacido en un barrio queríamos que el domingo ganaran los nuestros, y que los vecinos perdieran. Entonces le incorporamos una variante al juego: mientras durase el partido, los que mirábamos teníamos que cantar a coro y a los gritos. Y así lo hicimos.
¡Qué bien nos salía cantar! Pronto averiguamos que no solo éramos buenos con el juguete, sino también mirando el juego. No habíamos resultado espectadores tristes, como en otros continentes. Nosotros nos involucrábamos, tirábamos kilos de papel picado para recibir a los nuestros y componíamos canciones de aliento. «Sí sí señores / yo soy de Racing. / Sí sí señores / de corazón». Nos divertíamos durante la semana inventando estrofas, y hasta empezamos a componer otras, más picarescas, para fastidiar al vecino. «River tenía un carrito / Boca se lo sacó / River salió llorando / Boca salió campeón». Qué risa nos daba molestar a los vecinos.
Imagínense. Si el juguete ya era divertido en silencio, con el contrapunto de las tribunas el pasatiempo se convirtió en un espectáculo asombroso. Tanto, que venía gente de todo el mundo a conocer nuestra fiesta popular, llena de papel picado y de cantitos. Empezamos a decirle «hinchar» a la acción de fastidiar al rival con canciones picarescas. Y nos bautizamos a nosotros mismos «hinchas», y al grupo enfervorizado de la tribuna le pusimos de nombre «hinchada». Habíamos aprendido a vestir al juguete con accesorios.
Un día se hicieron tan numerosas las hinchadas, y tan efusivas, que tuvimos que poner barras de fierro en las tribunas, a la altura de la cadera, para no caernos en avalancha por culpa de la emoción. Más tarde esa barra de metal sirvió para que el hincha con mejor garganta, subido a ella, dirigiera el coro improvisado. Bautizamos a este hincha con el nombre de «barrabrava», porque sus malabares eran de vértigo.
Nuestros mejores jugadores, que ya empezaban a jugar en otros países, al debutar en el extranjero sentían un vacío: la emoción de las tribunas no era igual. Todos sentados, nadie cantando. Muchos elegían volver al club de su origen, incluso perdiendo fortunas, con tal de escuchar otra vez el rumor de las hinchadas dirigidas por los barras. Fue entonces cuando nos empezó a interesar más el accesorio que el juguete.
En esa época empezamos a exagerar la emoción que sentíamos. Los hinchas, que hasta entonces caricaturizábamos pequeñas guerras ficticias, olvidamos que actuábamos en chiste. Empezamos a llamarle «pasión» a nuestra simpatía por un club.
Y los cantos se volvieron literales. «Corrieron para acá / corrieron para allá / a todos esos putos los vamos a matar». A muchas empresas esto les pareció muy rentable y reforzaron la idea de «pasión». La pasión del encuentro. Todos unidos por una pasión. El juguete se había vuelto tan importante como la vida. Era, incluso, un resumen de la vida.
Entonces, una tarde, dejamos de alentar a los jugadores y empezamos a ser hinchas de nuestra propia pasión. «Pasan los años / pasan los jugadores / la hinchada está presente / no para de alentar».
Mientras en el pasto ocurría el juego, las tribunas se felicitaban a ellas mismas, y creímos sensato fundar periódicos, emisoras de radio y canales de televisión que informaran durante las veinticuatro horas sobre el juego, aunque el juego solo ocurriera una vez por semana. No nos pareció excesivo. Porque de martes a sábados queríamos saber sobre las hinchadas, sobre los barrabravas y sobre las pasiones.
Los periódicos le daban la misma importancia, en la portada, a un conflicto entre hinchas que a la guerra de Medio Oriente. Y los barrabravas empezaron a tener nombre y apellido en la prensa. Les sacaban fotografías, se hablaba de ellos en las tertulias. Cuanto mayor era su salvajismo, más grande su fama y su titular.
Los relatores del juego, que al inicio solo decían los nombres de los jugadores por la radio, también empezaron a fingir emoción exagerada en el relato. Durante los partidos gritaban los goles durante cincuenta segundos en el micrófono, como poseídos, como si no hubiera nada más importante en el universo, y después le pedían calma a las tribunas.
Nadie sabe cuándo fue, exactamente, que todo se fue al carajo. Nadie recuerda cuándo murió el primero de los nuestros, ni a manos de quién. Nadie sabe cómo algunos se hicieron dueños del juguete. Pero un día las tribunas se convirtieron en campos de batalla. Y la prensa no hablaba de la muerte de seres humanos, sino de la muerte de «hinchas de». Para alimentar la pasión.
Los jugadores que triunfaban en el extranjero ya no quisieron volver, y los dueños del juguete se llenaron los bolsillos sin mejorarle el mecanismo. Hoy, cuando vamos a ver jugar a los nuestros, ya no hay sombreros, ni rabonas, ni paredes. El pasto está alto y descuidado. Y pusieron una manga de plástico para que los jugadores puedan entrar a la cancha sin morir.
Teníamos un juguete. Era el más divertido del mundo. Todavía no sabemos si fue un accidente, pero rompimos el juguete en mil pedazos. Lo hicimos mierda.
Y lo más triste es que no sabemos jugar a otra cosa.