Tres horas sin correo electrónico
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Un desperfecto técnico dejó el martes, durante tres horas, a ciento trece millones de usuarios de Gmail, el correo en línea de Google, sin servicio de mensajería. ¿Y esto es relevante? En estos tiempos parece que sí. 

Hace una década ni nos hubiéramos enterado del asunto, pero ahora cada desperfecto de esta naturaleza —y son muchos: ya van tres este año y marzo empezó recién— pone al mundo patas para arriba. Una utilidad que hace tan poco tiempo no existía, y que ni siquiera parecíamos necesitar con enorme urgencia, hoy se ha convertido en un pariente cercano del agua y del aire. En este siglo, tres horas sin la sensación de estar conectados es una especie de calamidad personal.

¿Se ha percatado el lector, alguna vez, cómo actúa el hombre moderno cuando se queda sin baterías su celular, o cuando la conexión a internet se rompe? Al hombre moderno lo comen los nervios, la impaciencia y el desasosiego. Sin teléfono móvil, las personas ya somos incapaces de encontrarnos en una esquina, porque no sabemos cuál de las cuatro intersecciones es la correcta. Nuestros padres analógicos se encontraban con facilidad, nosotros ya hemos perdido ese arte natural para las citas. Dos minutos antes de llegar, enviamos un mensaje que dice «estoy llegando», y el otro responde «te estoy viendo», y los dos alzamos la mano. Solo de ese modo nos encontramos en la calle. Y así como el celular nos sitúa en el presente, el correo electrónico nos ubica en el pasado.

El mail no es imprescindible (únicamente) como servicio de mensajería veloz: se ha convertido en la primera autobiografía personal automática: todo lo que hemos escrito en los últimos años está ahí, en la carpeta «enviados».

Vaya el lector a su correo electrónico y busque lo que ha escrito y enviado durante la segunda semana de julio de 2005, por decir algo. O de 2003. Lea con atención esas cartas. Recordará sucesos y circunstancias que la memoria ya había perdido para siempre. Han quedado atrás los tiempos en que recordábamos cincuenta números telefónicos (de siete cifras cada uno) de los amigos y de los parientes. Hoy no sabemos ni uno. Cuando perdemos la agenda del celular, estamos perdidos. Cuando una avería nos deja sin correo, equivocamos el sentido de la orientación y del tiempo. ¿Cómo era posible vivir, hace diez, quince años, sin estos sobresaltos? ¿En qué momento el confort de las comunicaciones se convirtió en emergencia primordial? La vieja sentencia de Cortázar —«no te regalan un reloj para tu cumpleaños»— ahora nos parece insignificante. Podemos vivir años sin el prestigio y la necesidad del reloj pulsera. Pero si Google falla y nos quedamos sin correo, como ocurrió el martes, si actualizamos la página web y da la impresión de que todo se ha borrado —lo que dijimos, lo que nos dijeron—, entonces nos da la impresión angustiosa de que no es un servicio de correo el que fracasa, sino nuestra memoria. No falla Google, tú eres el que comienza a desaparecer, y tu pasado; a ti te eliminan de la bandeja de entrada: lo que fuiste, lo que dijiste que harías y nunca has hecho, todas las mentiras y las verdades que te componen. 

 

Hernán Casciari