«Será por orgullo o desgano», pensaba yo al principio de mi estancia, «será por modorra o desidia, o quizás por costumbre cultural arraigada». ¡No señor! Ya hace años que vivo aquí y ahora no soy tan ingenuo como entonces. Se trata de una nueva conspiración para que los argentinos no podamos alimentarnos y debamos regresar, y dejemos de seducir a sus mujeres, y dejemos de quedarnos con sus empleos ejecutivos, y ya no consigamos simpáticos papeles secundarios en sus series de televisión.
¡Porque en otras cosas sí que van a la vanguardia! En España te imprimen los euros en braile para que al cieguito no lo estafen con el vuelto, te subtitulan el noticiero de la tele para que el sordo se informe, te construyen una mezquita si hay más de treintidos moros a la redonda, etcétera etcétera etcétera; pero vos vas con tu familia a un camping y no hay una mísera parrilla de cemento por ningún lado. ¿No es también eso discriminación? ¿No es acaso racismo solapado impedirle al argentino el disfrute de un asadito en territorio español?
Si al árabe le traban la construcción de un templo ya están todos los zurditos mandando cartas a los diarios; si al ecuatoriano le impiden regentar un locutorio, ya salen los defensores de los derechos del inmigrante en manifestación, si un minusválido se topa con una esquina sin rampa, vienen todos los canales de la tele a armar escándalo… ¿Y las parrillas? ¿A dónde están las parrillas comunales? ¿Alguien las vio, algún progre se ha rasgado las vestiduras ante esta ausencia xenófoba en los espacios públicos al aire libre?
El otro día estuve sacando la cuenta, y descubrí que en España hay muchos más argentinos que paralíticos: nosotros somos medio millón, y ellos cuatrocientos mil (los rengos de una pata no cuentan, como así tampoco los uruguayos, para equilibrar). Y yo, la verdad, rampas de discapacitados veo por todas partes, ascensores con manubrio los hay en multitud de cines y teatros, taxis especiales con sistema hidráulico en cualquier esquina, pero platos de madera, pan galleta, parrillas de hormigón, ají molido para el chimichurri y vino en damajuana no vi nunca en la puta vida.
Y no solamente nos obstaculizan la logística necesaria para llevar a cabo un asadito, sino que además nos corrompen la materia prima: la manipulan, nominal y físicamente. Con el objetivo rastrero de enloquecernos, de hambrearnos hasta que claudiquemos, han bautizado «chuletón» a la costeleta, le dicen «churrasco» al bife de chorizo, nombran «solomillo» al lomo, y además pretenden que a las achuras, uno de los mejores inventos de dios nuestro señor, les digamos «menudencias», igual que a la porquería que viene adentro del pollo en bolsa de plástico.
Tras cartón, no existe sinónimo alguno para «chinchulines»; ninguna palabra, ningún sonido, ni siquiera una onomatopeya para nombrar esta delicia. Decís «chinchulín» en territorio español y nadie sabe de qué estás hablando, o incluso te confunden con un chino y te mandan a trabajar a un sótano. Quién sabe cómo cagarán las vacas en este país, si tendrán una sonda de goma o algo, pero a los chinchulines nadie los conoce. Hay una grieta legal en el intestino delgado del vacuno, señor presidente de la Real Academia; hay una cosa blandita adentro de los cuadrúpedos que según usted no tiene derecho a identidad.
De todos modos, el argot ambiguo que utilizan es la menos preocupante de nuestras desgracias. Lo realmente peligroso es que los españoles han organizado un plan secreto, milimétrico y canalla, para que no logremos juntarnos en paz a comer un asadito, que es nuestra forma de sociabilizar, de reponer energía dominguera para sobrevellar la semana, de no perder la argentinidad y seguir firmes en la re-educación moral de este pueblo.
¿Así que vosotros no podéis vivir sin vuestra famosa carne asada?, habrá pensado, un buen día, el Ministro del Interior, ¡y zácate!: le cambió el nombre a todos los cortes de res, nos impuso una dieta de carne dura y nerviosa, quitó todas las parrillas de los campings y pretendió conformarnos con un símil al que llaman «barbacoa», que es un artefacto enclenque, de veinte centímetros de diámetro, que calcina la carne en diez minutos. La barbacoa se parece, mirada con buena voluntad, a la parrilla portátil de un enanito apurado.
—¿Y si construís una de cemento en el balconcito que da a la calle?
¡Jamás!: los vecinos llaman a la policía por hacer fuego en zona común y el ayuntamiento te ponen una multa de 148 euros la primera vez, y prisión preventiva si reincidís poniendo una chapa para despistar. Lo tienen todo calculado.
Es por estas razones que, cuando volvemos unos días al terruño, cuando una vez cada tanto regresamos a la Argentina, lloramos a moco tendido si un amigo nos pone un pedazo de vacío crujiente en el plato de madera, y seguimos llorando cuando presentimos las mollejas asarse parsimoniosas, y no paramos de llorar hasta que promedia el truco de seis o la ronda de mate.
No es nostalgia, ni es melancolía, ni es amor a las costumbres: es que tenemos el llanto atragantado desde que nos fuimos a España, es la bronca de este racismo invisible, de las noches y noches en que nos hemos despertado soñando con un asado que no era… Pero no vamos a llorar en cancha de ellos, no vamos a darles el gusto de que nos vean flaquear.
Lo tenemos complicado, es cierto. Esta conspiración cárnica es diez veces más compleja que la que nos impusieron durante la década trágica del dulce de leche y que estuvo a punto de expulsarnos en masa; esta nueva lucha por quitarnos el placer del asadito es un frente abierto, estratégico, y no tenemos las de ganar.
Y es claro: para nosotros el vacuno es un animal irrepetible, único, dador de infinitos manjares tiernos; mientras que para ellos la vaca es solamente la mujer del toro. Y viendo lo que le hacen al marido, tampoco se puede esperar que a la esposa la traten con cariño.