Una canción de cuna (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Viví quince años en Barcelona. Y tardé un montón en entender a los catalanes. Cuando llegué, en el 2000, su lucha por la independencia me daba risa. No entendía nada de lo que decían.

Porque la primera vez que yo escuché el idioma catalán tendría doce años. Una vez di vuelta un casete de Serrat, era chiquito, y empezó a sonar una canción que se llama «Pare», que quiere decir «padre». Y me acuerdo que apreté stop rápido porque pensé que la cinta patinaba y que la voz de Serrat había empezado a sonar al revés, como en esos discos de Kiss cuando se escuchan marcha atrás, que sale el diablo.

Es raro lo que nos pasa con lo catalán: convivimos con su cultura (porque llegaron un montón en los barcos), pero no tenemos clara su huella. Cuando decimos «patedefuá» sabemos que viene del francés, cuando decimos «laburo» entendemos que atrás están los italianos, pero cuando decimos «capicúa», por ejemplo, no sabemos que eso significa «cabeza y cola» en catalán.

Por eso lo primero que pensé, cuando llegué a Barcelona a vivir, es que los catalanes se querían diferenciar. Que cuidaban a su idioma como los padres cuidan a un chico débil que no se puede defender.

Yo siempre le explicaba a mi exmujer catalana que a los chicos argentinos nos enseñan a decir «yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos» durante doce años en la escuela, y que después salimos a la calle y no decimos ni «tú» ni «vosotros» en la puta vida. Y le decía que se relajara con el tema del idioma. Y ella me contestaba: «¡Pero qué dices! ¡Lo vuestro es una jerga, no puedes comparar!», se enojaba.

En esas discusiones descubrí que no hay ofensa mayor para enojar a un catalán que llamar dialecto a su idioma, folclore a su hábito y dulce de leche tonto a su crema catalana.

Y fue entonces que España entera, con Cataluña incluida, me empezó a dar risa. ¿Cómo era posible que una extensión geográfica del tamaño de Buenos Aires se tomara tan en serio la esquizofrenia de tantos idiomas, de tantas culturas? Era como si de repente los nacidos en Mar del Plata quisieran hablar en marplatense, como si los de Bahía Blanca quisieran jugar el mundial de fútbol con bandera propia. No tenía sentido.

En medio de todas las risas que me provocaba el conflicto catalán, nació mi hija Nina en Cataluña y yo empecé a hacer lo posible para que no fuera ni catalana ni española, para que fuera argentina.

Puse todos los relojes de mi casa con un retraso de cinco horas para que supiera la hora buena, la hora de acá. Le inoculé Charly García y dulce de leche en el chupete, le enseñé que los lunes se podía faltar a la escuela si el domingo jugaba Racing. Y ella entendió todo.

Hoy mi hija sabe decir «yo, vos, él, nosotros, ustedes, eyos», sabe decir yuvia, con ye, y y la enloquecen los alfajores triples y la pascualina. Es argentina hasta la última huella.

Pero cuando llegan los once de septiembre, mi hija se manifiesta en la calle por la independencia de Cataluña, y sabe muy bien por qué se manifiesta, y en verano conversa en voz baja con su madre sobre lo que le pasaba a su abuela en los tiempos de Franco. Y, sobre todo, esto: mi hija, cuando habla dormida, usa su lengua materna, habla en catalán.

Y de repente pasó algo: me dejé de reír. Ya no me burlé de los catalanes. Me empezó a provocar orgullo que mi hija tenga una patria que defender. Porque yo también tengo una, sin importar donde viva.

Y repito: viví quince años en un país que no era el mío. Y no hubo un solo día en esos quince años en que yo no pensara «qué hora será en Buenos Aires».

Ahora fantaseo con que mi hija, que nació en la Clínica del Pilar —donde nace media Barcelona—, tenga un día el nombre completo de su patria en el documento de identidad. Mi hija es catalana tanto como yo soy argentino: mis errores son los míos y quiero vivir con ellos.

Fue un error creer que la canción «Pare», de Serrat, era un casete trabado en el walkman, una cinta del reverso. Y me encanta ese error. Nunca hubiera sospechado, esa tarde de mis doce años, que un día yo iba a tener una hija de la misma edad y que ella, al nombrarme frente a sus amigas, me llamaría «el meu pare».

—El meu pare —me dice.

Mi padre. Cuando Nina me dice así (el meu pare), yo me convierto en una canción de cuna que ella me canta al revés, y que me deja dormir tranquilo.

Hernán Casciari