A esa hora no es difícil que se te pongan a hablar los borrachos. Estábamos acostumbrados. Chiri hacía los viernes horario nocturno en el drugstore, y yo le hacía al aguante. No tenía por qué, pero somos amigos desde la comunión, y ése no era un trabajo interesante; yo le daba charla, por lo menos. Vos apareciste borracho, pero con clase. Atrás tuyo entraron tres turistas ingleses (las dos minas estaban buenas). Nos dimos cuenta que tenías clase porque a las minas les decías chanchadas llenas de altura. No sé cómo vino la mano, pero al rato estábamos tomándonos con vos unas Coronitas en el mostrador.
No te creímos una sola palabra. Nada de nada. Nosotros, antes de que llegaras, estábamos escuchando a Piazzolla en un grabador. Todavía no se había muerto Piazzolla, estábamos en 1992, pero no era invierno. Cuando, en medio de tu borrachera, entendiste que aquello era La Muerte del Ángel, nos empezaste a hablar de Piazzolla, pero de un modo extraño. Como si lo conocieras. Chiri y yo nos mirábamos de reojo. Vos le decías «el Gato», y decías que habías comido con él en no sé dónde. Un borracho con imaginación.
Al rato nos empezamos a caer bien.
O nos caía bien la noche. Una de dos.
Dijiste:
—Tengo que volver a Alexis, pero en media hora vuelvo y nos vamos a mi casa a tomarnos la última — y te fuiste al cabaret, otra vez haciendo zigzag y hablando solo.
Chiri y yo teníamos poco más de veinte años. Ni vos tenías porte de puto viejo, ni nosotros de pendejos tiernos. Sin decirnos nada (nos conocemos desde la comunión) supimos que no nos querías coger. Que no iba por ahí. Que posiblemente todo era tan simple como que te querías tomar la penúltima en tu casa, y no estar solo. Si hubieras sido un borracho denso, si no hubieras dicho treinta cosas inteligentes en media hora, habríamos cerrado el kiosco sin esperarte.
Pero habías hablado, arrastrando todas las erres del mundo, de cosas importantes. Nos habías confesado que no entendías dos frases. Una: «Hace calor o soy yo». La otra: «Cualquier cosita llamáme». A nosotros nos pasaba lo mismo: no entendíamos cómo la gente era capaz de hablar sin entender, automáticamente, diciendo cosas que no tenían gollete. Pero solamente podíamos hablar entre nosotros sobre esas barbaridades. Por eso fue que cerramos el kiosco y te esperamos. Porque aunque estuvieras borracho y aunque nos mintieras una amistad con Piazzola, podías ver el mundo, el pequeño mundo, el más imbécil, tomándote unas Coronitas.
Volviste tarde de Alexis, haciendo zigzag. Metimos otras cervezas frescas en un bolso y te seguimos. Encaramos Cerrito. No me acuerdo por dónde fuimos, pero era cerca. Si tuviera un mapa (ahora vivo en Barcelona) o si estuviera Chiri, que se acuerda de todo, te decía por dónde fuimos, pero es una parte que se me escapa de la memoria.
Era cerca de una embajada, eso sí. ¿La de Israel? Antes de llegar, quisiste cruzar por otra parte, había una barranca importante y a la tarde había garuado. El tema es que resbalamos, los tres. En realidad resbalaste vos, te agarraste de mí, yo de Chiri, y nos fuimos todos en picada. Nos pusimos de barro hasta el culo, pero la risa que nos dio valió la pena.
La cara del portero de tu edificio fue para hacerle una foto. Cuando te vio llegar con nosotros, tu cara llena de barro, nuestros ojos llenos de risa, hizo un gesto de «otra vez, don Hugo, ya está usted grande». Tu portero te dio una botella de wisky casero, sin etiquetas. Dijo que alguien te lo había traido de regalo y lo había dejado en recepción. Nosotros mirábamos el edificio, demasiado imponente para que viviera ahí un borracho que no tenía dónde caerse muerto.
Yo te creí lo de Piazzolla cuando entré al atelier y vi, pegada en la pared con una chinche, una foto tuya sentado a la mesa con Fellini. La puta madre. Después vimos los cuadros. Estabas terminando la serie de los zapatos. No me acuerdo si el Autorretrato estaba allí, o si lo vi más tarde, otro año, en otra parte.
Nos sentamos en unos sillones. Pusiste de fondo la MTV. Ni siquiera me acordaba al día siguiente de qué hablamos todo ese tiempo. Así que es imposible que me acuerde ahora. Desde que llegamos, borrachos paulatinos también nosotros, todo se me desdibuja. Solamente me queda una sensación de pequeño viaje al fondo de Buenos Aires, de conversación fluida, hiperactiva y absurda.
Creo que nunca supiste nuestros nombres. Nosotros te los dijimos un par de veces, porque vos lo preguntabas bastante, como cualquier borracho. Pero también como cualquier borracho nos bautizaste. Toda esa noche fuimos Tito y Cepillo. A mí me pusiste Cepillo porque tenía el pelo gracioso. Al Chiri no sé por qué lo bautizaste Tito.
El milagro de entrecasa ocurrió ya entrada la madrugada. Hablábamos de algo y dijiste que habías nacido el 16 de marzo. Obviamente, dije «yo también» con la sorpresa que te da descubrir esas idioteces en medio de la borrachera, en medio de las grandes ocasiones. Hiciste un escándalo. Me pediste los documentos, te cercioraste, después nos abrazamos y dijimos que éramos hermanos. Para festejar nos llevaste a la azotea. Vos corregime si me equivoco, pero creo que estábamos en un piso 25. Por lo menos eso parecía. Ya en la terraza, incluso nos subimos al techito del ascensor. Más arriba no podíamos estar.
Yo jamás había visto Buenos Aires de ese modo. Chiri tampoco. Había un viento que acá en Barcelona no hay. Tampoco hay noches así, en el primer mundo. Además teníamos veinte años, y teníamos la cabeza llena de cosas. Proyectos, guiones, novelas. No éramos porteños, para que se entienda. Estábamos convencidos que íbamos a vivir de escribir, tarde o temprano. Y vos nos subiste a la parte más alta de una ciudad hermosa, y abriste ese wisky de regalo.
Me acuerdo unas pocas cosas más. Me acuerdo que cada vez estabas más borracho, pero que nunca perdías la clase. Me acuerdo de haber pensado: «Qué lástima, Hugo mañana no se va a acordar de todo esto». (Uno de los motivos por el que te escribo es solamente para que te acuerdes.)
Había una bombita de veinte, encendida, colgando en la terraza. Detrás, todas las luces de la ciudad. Te la quedaste mirando un segundo, nos la señalaste, nos advertiste de su presencia invisible. Dijiste:
—¡Miren la impertinencia de ese foquito!
Esa boludez nos quedó grabada, a Chiri y a mí, durante todos estos años. Me parece que descubrimos que la gente que pinta ve otra cosa, ve distinto de lo que ve la gente que escribe. Descubrimos, en ese segundo, que no había otra palabra posible para ese foco: era impertinente, y era maravilloso que un pintor, incluso borracho, lo supiera tan fácil.
Nos despediste en el ascensor de la terraza. Ni siquera volvimos al atelier. Vos querías seguir, pero Chiri tenía que volver al kiosco temprano. Antes de irnos, nos pusiste de espaldas, mirando Buenos Aires y dijiste textualmente:
—Todo esto es de ustedes, Tito y Cepillo. Dios no tiene nada malo para ustedes dos.
Bajamos. Nos fuimos a casa, llenos de barro y con la cabeza como dos tambores. Durante algunos días nos llamábamos a nosotros mismos Tito y Cepillo. Durante algunos días le contamos a nuestros amigos esa noche, que parecía un cuento. Y estábamos contentos de haber sido tus amigos esas cuatro o cinco horas.
Durante mucho tiempo quise escribir algo con esto que rememoro hoy. Nunca lo hice, porque no creo que pueda explicar qué tuvo de raro, o qué tiene ahora de milagro. Las palabras no sirven para todo. Contártelo esta noche (que he encontrado tu web con un formulario de contacto) es una manera de no quedarme con las ganas de haberlo escrito. Además sigo pensando que vos no te acordás —que no te acordaste nunca—, y no está mal que casi quince años después te lleguen estas incoherencias a la memoria como si fueran un déjà vu.
Para mí Buenos Aires se puede resumir en esa noche. Todo lo bueno que te puede pasar con un desconocido, pasó ahí. Para nosotros siempre fue un acontecimiento onírico, un hecho inicial. Algo ya nos decía, por esas épocas, que el mundo era maravilloso. Y vos viniste a decirnos que además era nuestro.
Un gran abrazo, Hugo.
*
Actualización:
Pasó el tiempo. Nunca más vimos a Laurencena. Solamente estuvimos juntos esa noche de nuestros veinte años y de sus cuarenta. Yo ya vivía en España cuando encontré su mail y le mandé la carta que acaban de leer, para rememorar aquella noche, y recordársela. Empecé la carta asegurándole que él no recordaría la anécdota por culpa del whisky. Le conté del kiosco, de la charla y del foquito impertinente.
Me respondió dos días más tarde.
Me dijo que nunca había podido olvidar esa noche. «Yo estaba en mis peores momentos», me escribió, «había vuelto a Buenos Aires después de diez años en New York, pero me encontré con mis compatriotas estupidizados, sin nadie con quien hablar. Aquella noche ustedes me mostraron que empezaban, no que volvían. Cuando se fueron, mis lágrimas llegaron hasta la planta baja y el agua invadió los pasillos y se deslizó por el hueco del ascensor. Fue suficiente: una semana después regresé a Norteamérica para siempre, gracias a ustedes, por culpa de ustedes, no sé, el asunto es que allí encontré mi centro».
Nos conmueve que para él también haya sido, aquella, una noche inolvidable.