Yo creía que esto me pasaba solamente a mí
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Pausa

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El nuevo paraíso de los tontos

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El día que Jürgen Bernd toco el timbre de la casa de Armin Meiwes, la vida social de la humanidad cambió para siempre. Hasta entonces el mundo era una extensión enorme de tierra, llena de gente sola y perdida en sus fobias y deseos, trastornada y única en su soledad. Gente callada, esquiva, chorreando traumas inconfesables. Desde chiquito Armin quería ser caníbal; Jürgen sólo fantaseaba con ser devorado vivo. Jamás hubieran llegado a conocerse en otra época, pero vivían en ésta. El 6 de marzo de 2001 se encontraron en un foro de Internet, y programaron una cita el fin de semana. Para comer(se).

A nuestros hijos pequeños, que han nacido con un puerto USB integrado en el culo, les será imposible entender el mundo que nosotros conocimos en el siglo veinte. La absoluta desconexión, la apatía brutal, la soledad incomprensible de nuestras obsesiones. En nuestros tiempos, si por ejemplo desarrollábamos el deseo de comernos vivos a alguien, lo más probable es que jamás hubiéramos logrado conversar con otro al que le pasara lo mismo, y mucho menos encontrar a uno que nos hiciera el favor de dejarse, por placer.

Hace unas semanas, durante una sobremesa, me informaron que existe una clase de gente que anhela ser amputada. Sí, señora, como lo oye. Se reúnen en unos foros macabros, en donde conversan sobre sus deseos de que les corten una pierna, o un dedo, o un brazo, o los dos. Se conectan desde todas partes: desde Londres, desde México, desde Nueva Zelanda, desde Zaragoza. Al llegar por primera vez al foro, todos se sorprenden de ver a tantos con la misma tara. «Yo creía que esto me pasaba solamente a mí», es la frase más recurrente de los nuevos integrantes registrados.

A la ciencia le ocurría lo mismo. Ningún sociólogo, ningún siquiatra, ningún doctor de bigotito y bata, nadie con dos diplomas en la pared sabía de la existencia de este trauma colectivo, hasta el arribo masivo de Internet a la casa de todo el mundo.

En 2001, Armin Meiwes era un técnico informático callado y poco sociable, de 43 años, que vivía en la ciudad alemana de Rotemburgo. Hijo único de padres más o menos normales, desde chico había desarrollado la fantasía de comerse a sus compañeritos del colegio. Pasó la adolescencia entera sin hablar de esto con nadie, sin morder a ninguno, y sin hacerse mayormente el loco. ¿Cómo hubiera podido conversar sobre su drama? ¿Con quién? ¿Por qué? Creció y llegó a la adultez con el secreto atragantado en la garganta, y con los dientes afilados pero vírgenes.

En la otra punta de Alemania vivía Jürgen Bernd, un militar ya retirado, de 42 años, que fantaseaba locamente con que alguien se lo masticara con cuchillo y tenedor. De a poquito, de a rebanadas, con él mismo mirándolo todo. Pasó cuatro décadas enteras creyéndose loco, y sabiendo (esto es lo peor) que nunca encontraría a su media naranja, ni a nadie con quien poder hablar del asunto.

Antes, a toda esta gente le quedaba únicamente la opción de matarse. Era imposible para ellos pensar que encontrarían, en su barrio, en su ciudad, a otros con las mismas aficiones descarriadas. La gente, cara a cara, no es muy dada a hablar sobre sus patologías. Lo que propicia Internet no es sólo una comunicación global en donde todos los locos pueden encontrarse buscándose en Google, sino también la oportunidad de hablar sin los velos que existen en el mundo real.

De todos modos, ya quedan también muy lejos los tiempos (y parece mentira) en donde la última opción del hombre era el suicidio triste, solitario y final. La juventud japonesa, que de todas las juventudes del mundo es la que está más adelantada, ha creado la maravillosa opción de los suicidios en grupo.

Si algo tenía el suicidio de malo, era justamente la falta de conversación durante los trámites y los preparativos. Limpiar el caño de la escopeta, o prender el gas y esperar, o colgar la soga en los barrotes del sótano, habían sido siempre tareas aburridísimas, solitarias, hasta penosas. Antes era imposible conversar con alguien sobre tu propia muerte programada, sin que el otro quisiera disuadirte o mandarte a un sicólogo.

Ahora, con una conexión adsl y un poco de suerte, podemos encontrarnos con un grupito de nuevos amigos de messenger, y quedar para matarnos, mañana a las 21 horas, de una manera idéntica y compleja, hasta artística.

El día que Jürgen Bernd toco el timbre de la casa de Armin Meiwes, el anfitrión estaba en la cocina, preparando una ensalada de rabanitos, lechuga, cebolla y nueces. Armin se había vestido con un traje que le quedaba perfecto; Jürgen llegó con una camisa salmón y vaqueros negros. «Traje el vino» dijo el recién llegado cuando el otro le abrió la puerta, y señalándose a sí mismo agregó: «Y también el postre».

Horas más tarde, para el mundo tradicional, se cometería un asesinato del que ahora comienza el juicio, en la ciudad de Kesser. A Armin Meiwes se lo acusa de grabar durante cuatro horas la mutilación, asesinato y posterior manduque de Jürgen Bernd, que vio con sus propios ojos el principio del festín, pero ya no le llegaba la sangre a la cabeza cuando su amigo se comió los veinte kilos restantes de su cuerpo en una semana.

Ambos querían aquello —ésa es la defensa del abogado de Armin—, los dos estaban compinchados con los detalles de la cena y, sobre todo, estaban de acuerdo en lo que habría para comer.

No es el principio de la locura lo que ocurrió aquella noche entre dos hombres alemanes de mediana edad, sino el final de la desesperación solitaria y el inicio de una nueva forma de patología: la grupal, la que antes sólo se daba en ciertas sectas caribeñas, cada cierto tiempo, y que ahora empieza a ser cada vez más frecuente en la casa del vecino, y hasta en la nuestra.

Era marzo de 2001, era el nacimiento de este siglo. Meses más tarde unos aviones de pasajeros contra unos edificios neoyorquinos cambiarían para siempre nuestra visión del mundo, haciéndonos ver nuestra locura global, obligándonos a decir por primera vez la frase «yo pensé que esto nunca podía pasarnos». Pero fue un poco antes, en Alemania, cuando comenzó a torcerse sin remedio el sentido de la locura solitaria del hombre. La indivisible, la secreta y oscura. Fue entonces que empezamos a escuchar esa otra frase que ahora oímos cada vez con más frecuencia:

—Yo creía que esto me pasaba solamente a mí.

Hernán Casciari