Yo es otro
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Pausa

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España, decí Alpiste

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Yo creo que hago todo lo necesario, carajo. Y más. Abro el Clarín todas las mañanas a las ocho. Miro el partido del viernes; también entreveo, medio dormido por la diferencia horaria, el partido del sábado; y me siento en el sofá con una Quilmes en la mano a mirar los dos clásicos del domingo. Hago todo lo que hay que hacer.

El kiosco de enfrente de casa, que fue adquirido hace dos meses por un tipo de Lanús, ahora se llama La Bombonera y me vende yerba, alfajores y Serranitas; además, toda la familia del kiosquero me saluda con asento. Converso cuando se me antoja —vía Skype— con mi familia en Mercedes a un centavito de euro el minuto. Algunas tardes el Chiri me cuenta, por messenger, las novedades literarias desde su librería de Luján.

Me cuido mucho de no hablar de tú más que lo estrictamente necesario. Despotrico contra la forma en que las españolas meten el culo adentro de los vaqueros: sin gracia, sin calce profundo. Recito a solas la frase «ayer guiyermo se olvidó las yaves del garaye y el toyota se quedó abajo de la yuvia» para no perder la entonación. A la Nina le digo ¡che! y la santa se da vuelta: es importante inculcarle que «che» es su segundo nombre.

Voy con el mate por toda la casa, a cualquier hora, incluso cuando no tengo ganas de tomar mate. Para despertar a mi hija de la siesta le canto Manuelita, la Reina Batata y Siga el Corso, en versión infantil. Despotrico contra la televisión española cada treinta minutos. Entre amigos no digo euros, digo pesitos: «prestáme diez pesitos» digo concretamente. Sigo pensando colectivo, subte, calefón, garrafa y plomero pelotudo, aunque muchas veces tenga que decir autobús, calentador, bombona y fontanero gilipollas. Del Clarín leo más que nada la sección Espectáculos, para saber si Tinelli le ganó a Suar o al revés. Y después reviso los chistes de la contratapa, para comprobar si me sigo riendo de las mismas cosas que antes.

A veces, cuando no entiendo un chiste, cuando un código argentino no se desata en mi cabeza con la soltura de la cotidianeidad, me siento terriblemente aislado, contrariado, perdido y caducado como una natilla en la nevera. Vencido como un sandy en la heladera. En orsai. En off-side. Me siento sucio como si me hubiera violado un gallego metiéndome la edición dominical del diario El País, enrollada, por el culo.

Me siento ofendido con mi propia cabeza, una cabeza que, a pesar de los esfuerzos desmesurados que hago, a veces se olvida de algo, va puliendo los baches de la memoria, se contamina de pluralidad lingüística, va desterrando la frase «dejemé a mitad de cuadra» cuando me subo a un taxi. Odio a veces a esta cabeza mía que reconoce, por la calle, a los argentinos recién llegados por su desmesurado yeísmo.

Muchos días me molesta sentir que me estoy acostumbrando a que todo funcione, a cobrar el día uno, o a que el policía de la esquina converse amistosamente con la puta de la esquina como lo que son, dos servidores públicos nocturnos que trabajan en la misma esquina. No debería acostumbrarme a eso: yo vivía en Palermo, la policía y los travestis se perseguían, se pegaban palazos, a veces ganaban ellos, a veces ganaban ellas. Pero no. Me acostumbro al orden. Me acostumbro a ir de madrugada sin ver a los chicos en la basura. Incluso hay días en que me siento cívico y tiro el paquete vacío de cigarros en la papelera. Odio esos días en que me siento cívico.

Entonces me pongo como loco y hago más esfuerzos, para no acostumbrarme, para no dar el brazo a torcer, y leo el pirulo de tapa de Página/12, y me bajo del eMule ochenta películas argentinas, también las películas que, si viviera en Buenos Aires, no vería ni borracho. Incluso me bajo y miro las películas en las que trabaja Nicolás Cabré.

Compro literatura argentina para saber qué están haciendo los escritores de mi edad. Escupo por la calle. Reconozco, a un golpe de vista, las publicidades españolas rodadas en Buenos Aires, por el paisaje o por la creatividad.

Despotrico, despotrico y despotrico todo lo que puedo, contra todo lo chato y todo lo triste y todo lo básico que hay en la cultura española. Hago comparaciones odiosas que a Cristina le ponen los pelos de punta. Me declaro en contra de la sociedad del bienestar, del consumo navideño, del Corte Inglés y de que en las ciudades de veraneo a las que vamos a echarnos panza arriba no haya una puta librería decente.

Hago todo lo que puedo, lo juro por dios y la virgen: una vez cada quince días canto «febo asoma ya sus rayos iluminan el histórico convento», y tengo en el bidet del baño (acá el bidet tiene tapa y no sirve para limpiarse el culo) las obras completas de Borges y las de Fontanarrosa.

Sigo los partidos del Villarreal porque es el equipo con más argentinos titulares. Anoche grité bien fuerte el gol de Maxi López, y después grité más fuerte todavía el pase de Maxi López que le dio el dos a uno al Barça contra los ingleses, que son todos putos. El que no salta es un inglés, el que no salta es un inglés.

Pero a la vez me alegra que mis amigos estén a punto de conseguir los papeles. Y cocino la carne como dios manda, cocida, asada, a lo macho. Le pongo chimichurri, le pongo sal gruesa. Hago todo lo que hay que hacer. A veces hago más de lo que hay que hacer. Y sin embargo, a veces, a solas, mirando por la ventana, cagado de frío en pleno febrero, pienso que no podría vivir otra vez en Argentina. Es más, a veces pienso que no he vivido nunca en Argentina, que he tenido un sueño, un sueño real y nítido, que he tenido la sensación maravillosa de ser de allí, pero que nunca, en realidad, he estado.

Que jamás me he quedado una noche entera esperando un trasbordo en Moreno, muerto de miedo. Que nunca en la vida me robaron el discman en la estación Victoria, ni que nadie me puso jamás un cuchillo tramontina en la garganta para sacarme el bolso. Que nunca me dijeron que me iban a pagar y después no me pagaron. Que nunca dije «la semana que viene te pago» y después me mudé de ciudad para no pagarle a nadie.

Todo me parece un sueño, a veces. Hasta este DNI que sigo llevando (al pedo) en la billetera, el celeste con el logo del Mercosur, el que tiene mi cara de antes. Ya no es algo real o palpable. Este documento plastificado ya se ha convertido en otro de mis esfuerzos por seguir aferrándome con desesperación a un lugar en el mundo, a una utopía, a una noche interminable de mis veinte años, a unos amores y a unos amigos, a una mesa llena de libros y porro y mugre y lamparones de vasos de cerveza.

¿Y esta foto? ¿De quién es la foto en este DNI? A veces me miro en esta foto, la miro detenidamente, y no me reconozco. No soy yo del todo, es un doble, un doble mío, un doppelganger, un double walker, un conocido, un tipo que se parecía mucho a mí en algunos gestos, en ciertas manías chauvinistas. Pero ahora esta foto puede ser la de cualquiera —me digo—, aunque hay alguien que con toda seguridad no está allí, posando como un estúpido en la Policía Federal a principios del año 2000: allí no está, ése no es.

Y entonces concluyo, muerto de miedo, vencido, caducado, que en esa foto ya no hay identidad por la que valga la pena pelear. Porque ésa no es la foto del padre de la Nina. Ni lo será nunca más (ni lo seré nunca más), por más yeísmo que arrastre mi lengua hasta que el paladar se me seque de gloria morir. Ésa no es la foto del padre de mi hija. Yo es otro, ostia puta, y vengo a descubrirlo ahora, en febrero, en Barcelona, y con esta lluvia triste que parece mercedina.

Hernán Casciari