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Pausa
En 2003 yo escribía mi primera novela por Internet, de forma anónima, disfrazado de una ama de casa mercedina que se llamaba Mirta. Nadie sabía que el que escribía era yo. Para hacerlo más ambiguo todavía, le abrí a Mirta un correo electrónico.
Una tarde encontré, por casualidad en Internet, la web de alguien a quien había visto solamente una vez en la vida, y entonces le escribí:
Hoy, catorce de julio, se cumplen veinte años de un hecho intrascendente que (por mi culpa) generó malestar diplomático en un país hermano y le trajo problemas a mi mejor amigo Chiri. Tiene que ver con el robo de símbolos patrios en territorio extranjero. Específicamente, un retrato presidencial. Lo conté hace cinco años en la revista Orsai (ese fue mi error), pero es necesario refrescarlo en este aniversario. Ocurrió el 14 de julio de 1995 y ya es hora de que se levante ese castigo injusto.
Hoy se cumplen veinte años de la peor desgracia de nuestra juventud y es hora de que la cuente. Cuando sos joven y te mandás una cagada, le echás la culpa a la imprudencia. Pero la crueldad no es joven ni es vieja. Durante estos años me quise convencer de que todo fue una fatalidad. Pero no: lo que le pasó al Colorado Ulmer la madrugada del 14 de agosto de 1994 fue, sobre todo, culpa nuestra.
Yo conocí, en Mercedes, a un grupete muy compacto de cinco amigos jóvenes que habían visto las finales del 86 y del 90 en el mismo lugar: la casa de uno de ellos. Compartieron las cábalas típicas de los sillones, del nerviosismo cortado por el porro, de los abrazos de México y los llantos de Italia.
Ha llovido en el arenero del jardín de infantes, pero Alex y Lucas se sientan de todas formas en el suelo mojado. Es el segundo recreo y hay nubarrones oscuros en el cielo de Mercedes. Alex tiene la boca llena de una pasta celeste, y Lucas lo mira con un poco de envidia infantil.