El Caio sale todas las santas noches y ya hace años que ni le pregunto a dónde, más que nada para no hacerme mala sangre. A veces vuelve rasguñado, a veces cuando vuelve no emboca la cama y se cae redondo en la entradita, a veces no vuelve en dos días y a veces viene con tres melenudos que se nos comen todo el pan del desayuno y me rompen las begonias.
Ahora la Sofi quiere poner una webcam en su pieza. Me lo dijo así, como si nada.
Justo cuando estaba por dar el primer bocado, al Zacarías se le ocurre preguntarle a Mirta qué novedades hay. Y Mirta no puede mentirle a su marido.
Otra vez es sábado en casa de Mirta y tiene todo listo para contar una receta que repite desde que tiene memoria: sus clásicos pastelitos.
Yo no estoy en contra de los maricas, ni de los negros, ni de los judíos. Pobre gente. Ellos no tienen la culpa de nada. Pero nunca pensé que un hijo mío...
Recién estaba mirando la foto de mi casamiento: el traje del Zacarías está manchado de vómito mío. Mañana va a ser veintinueve años que el Zacarías y yo nos casamos y estoy nostálgica.
Hace un rato entro al baño y estaba mi hijo el del medio.
—¿Vos estás drogado, Caio? —le digo, poniendo cara de asco—. ¿Qué hacés sacándole fotos a la mierda?
Esta tarde por fin me la encontré a la Sofi sola en casa y aproveché para preguntarle sobre la bombacha con voladitos que le encontré (el tema no se me perdió de vista).
Domingo. Hace treinta años que me despierto sobresaltada con la voz de un señor relatando una carrera de autos de Turismo Carretera. Antes era la radio; ahora es la televisión. Al Zacarías le gusta despertarse a las nueve, poner la carrera y quedarse dormido otra vez. Es una manía.