Una vez muy cada tanto el Zacarías y el Caio tienen diálogo. Son unas charlas de hombres, secretas, y por eso bajan al garaje para poder hablar tranquilos. La Sofi, el Nonno y yo, inmediatamente, nos metemos en la piecita que tiene la claraboya, con tres vasos, para poder escucharlos mejor.
Estamos en medio de la debacle, del fin de la familia Bertotti. El vecino de atrás, Schafetti, perdió el trabajo y se dio de baja de DirecTV, y ahora nos quedamos sin televisión por cable. ¡A la mierda! Nueve meses estuvimos colgados del Primer Mundo, y fueron los meses más felices de nuestra vida. Ahora nos espera otra vez, agazapada, la mesa de Polémica en el Bar.
Ayer los hombres de la casa (el Nonno incluido) se fueron a Buenos Aires a ver Argentina-Paraguay, y se la llevaron a la Negra Cabeza, que está enamorada del arquero guaraní. Así que la Sofi, la Carmencita y yo aprovechamos para tener una charla íntima de mujeres que, como siempre que está el sexo de por medio, terminó propiamente a las patadas.
A las nueve de la noche de ayer, mientras mirábamos el noticiero en el comedor, escuchamos —nítido— el ruido de dos cucharitas contra un vaso. El ritmo nos sonaba de algo, y le pusimos mute a la tele para oír mejor. El que se dio cuenta fue el Caio, que saltó a los gritos: «¡Es el solo de batería del Nonno!». Y entonces, enloquecidos, corrimos a la pieza del abuelo con el corazón en un puño.
Tengo la teoría de que la carcaza de la cabeza tiene un espacio limitado, y que cada vez que memorizás una información, otra información ya antigua se cae, se pierde, se muere. ¿Pero escogemos lo que borramos, o eliminamos al azar? Elegir lo que vamos a olvidar es lo que diferencia a los humanos de los primates y de las cajeras del Carrefour.
Desde que el Jeremías viene seguido a casa a visitar al Nonno, la Negra Cabeza anda mucho más pizpireta y emperifollada que de costumbre, y mueve el pandulce mientras limpia los pisos, para hacerse notar. «¿Le apetece un cafecito, don Jere?», le dice la guacha a cada rato, cuando a nosotros en la puta vida nos ofreció ni un mate cocido con leche. Será perra.
Ya está. Ahora sí que no hay vuelta atrás. Una puede disimular la menopausia, las patas de gallo, las várices y las canas; la miopía, el miedo a los ladrones y las ganas de llorar porque sí; una puede disimular que los hijos sean más altos y que las tetas se te caigan y se estríen... Casi todos los síntomas de la vejez pueden disimularse, menos uno.
Primero no entendíamos por qué venían tantos amigos del Caio a visitar al Nonno a la pieza, hasta que la Sofi, que duerme en la habitación de al lado, le fue con el cuento al padre, llorando como una magdalena.
El Caio se queda toda la noche con el Nonno, fumándole porro porque dice que el airecito lo despeja. Le pusimos el grito en el cielo, pero se nos apareció con un folleto que dice que la marihuana es terapéutica: «Estuvo fumando toda la vida estando sano, ¿y ahora justo que le pintó la enfermedad y no es delito se lo van a prohibir?». Siempre tiene buenos argumentos el guacho.