Hoy con el Zacarías decidimos irnos a dormir temprano, pero cuando entramos a la pieza oímos susurros en el patio. Dos voces hablando muy bajito. Y nos quedamos quietos, un rato, oyendo. Por la persiana vimos que eran el Caio y la Sofi, y sentimos el olorcito dulzón del porro llegándonos por la ventana. Ellos, ajenos al mundo, boca arriba, miraban el cielo.
Desde que el Caio descubrió el nombre completo del Pajabrava, los varones Bertotti empezaron a mirar con otros ojos al noviecito de la Sofi, porque resulta que acá en Mercedes los apellidos son como la cuenta bancaria de la gente, y nunca falla.
Estoy desinflada, con los ojos abiertos frente al monitor sin animarme a cerrar la ventana del messenger. La familia hace sus cosas alrededor, como si no pasara nada, como si nada se hubiera muerto, como si no me hubieran arrancado un brazo.
Lo que más nos preocupa de esta nueva faceta del Nonno baterista no es el ruido que pueda meter en casa. Eso se arregla con cajas de huevo en las paredes o con algodón en las orejas. El problema más grave, lo que más nos atormenta, es que se convierta en el «loco del barrio».
Ayer la Sofi lo trajo al Pajabrava, su noviecito nuevo, a tomar la leche a casa. ¡Un susto tenía ese chico! Se conoce que el carácter del Zacarías debe ser famoso en el barrio. Así que el chico entró, despacito, colorado como un tomate, y se quedó quieto al lado de la nena.
Ayer me despertó de la siesta un despelote de ollas que se caían al suelo. «Zas», pensé, «se vino abajo el aparador con la vajilla de recién casada». Salí disparando para la cocina, ¡pero nada! Todo como siempre. De repente, otra vez el ruido, esta vez más nítido, ensordecedor. Era como si viniera propiamente de los cimientos. Del núcleo mismo de la Tierra.
Ayer se vendió la casa vieja. La compró una gente de Capital, que quiere tirarla abajo y poner un Blockbuster. Nos quedamos mudos cuando el de la inmobiliaria nos llamó esta tarde y nos dijo que la cerradura ya era otra y que solamente teníamos que ir a firmar.
Hasta no hace mucho tiempo, vivir a cien kilómetros de la Capital era como vivir en el paraíso. Mercedes era un lugar seguro, donde nunca pasaba nada: ni bueno ni malo. Y nosotros vivíamos en paz. Desde hace unos años, la cosa cambió.
Desde que se fue el Nacho los ingresos son los mismos pero duran menos. Estamos despilfarrando y no sabemos en qué. El colmo fue ayer, domingo, que no teníamos ni un peso para comprar el pan del almuerzo.
Ya estoy cansada de escucharlos putear día y noche, a mi marido, a mi suegro, a los chicos... Son unos bocasucias. ¿No hay otras maneras de decir las cosas, digo yo? No se puede ir puteando por toda la casa a cualquier hora. Pero es en vano que les diga nada, porque la culpa no es de ellos, es de los tiempos.