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Pausa
Me llegó hace poco un mensaje de un chico en Instagram, no lo conozco. Y el mensaje dice así:
Hola, Hernán, vivo en Nueva Zelanda, y anoche a la tarde salí a correr. Voy escuchando siempre historias tuyas en Spotify. Justo arranca un cuento tuyo donde hablás de que tu viejo se murió y vos no pudiste llorarlo. Yo sigo corriendo. Me conmueve lo que decís, pero lo puedo aguantar. Porque mi papá está vivo, en Argentina.
Desde hace mucho tiempo tengo una teoría que —sintetizada— resulta un poco paranormal, o en cierto punto inmadura, pero que tiendo a seguir al pie de la letra. Yo no suelo hablar mucho de este asunto más que en sobremesas con amigos, donde conozco bien al grupo que me está prestando atención, porque se trata de un pensamiento que puede confundirse con lo místico, o con lo religioso, y me daría mucha vergüenza compartir una postura con Paulo Coelho o con un obispo.
Hace mucho tiempo nos sentábamos con mis amigos alrededor de la mesa, y uno decía: «¿Cómo carajo se llamaba el cuatro de Ferro que ganó el Metropolitano de 1981?». Y al rato otro decía: «¿Quién era ese peladito que trabaja en La tuerca, el que casi no hablaba, pero que tenía la mirada graciosa…?». Y así podíamos estar todo el día.
Tengo la teoría de que la cabeza, o más bien no la cabeza, tengo la teoría de que el cerebro tiene un espacio limitado y que cada vez que memorizás una información, hay otra información más vieja que se cae, que se pierde.
Los periodistas o escritores que ahora tienen entre treinta y cincuenta años han escrito su primera novela en una Olivetti de carro ancho y la última en un ordenador portátil.
¿Alguien me recordará cuando me haya ido? Y no hablo de morir, sino de cuando por fin deje este hospital. El mayor de mis temores es ser olvidado por los que he tenido cerca: el doctorcito, mis compañeros, las enfermeras.
¿Cómo se llamaba el cuatro de Ferro que ganó el metropolitano del '81? ¿Quién era aquel peladito que trabajaba en La Tuerca? ¡Ay, qué facil es todo para ustedes, los jóvenes! En nuestra época, querido nieto, podíamos estar días enteros con un cosquilleo mortal en en la yema de los dedos a causa de un dato que estaba ahí, a punto de salir, y que no salía. Entre las cosas muertas del pasado, entre los cadáveres que ha dejado Google a su paso, lo que yo extraño es tener cosas en la punta de la lengua.
Hay una clase de gente que sabe chistes. Saber chistes es fácil; te sentás una tarde con un casette y, si le ponés voluntad, te aprendés noventa. Pero 'saber' contar chistes es otra historia. Yo le tengo un miedo espantoso a esa gente que, en las fiestas, te empieza a contar chistes. Le tengo más miedo a eso que al cáncer de próstata.
Creo que vuelvo al amanecer con gripe, que no hay escuela, y entonces me quedo en la cama a descubrir la televisión matutina, que es muy rara: primero Telescuela Técnica, después las Manos Mágicas y a las once Patolandia el programa feliz. A dejarme poner la bolsa de agua caliente en los pies. A eso creo que vuelvo cuando voy. Pero también a otras cosas.