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Pausa
Yo estaba pasando ese verano en Mercedes porque mis viejos estaban de vacaciones afuera. Creo. Chiri llegaba los viernes de Buenos Aires muy de madrugada, y pasaba por mi casa para ver si yo estaba despierto. Si veía luz en la pieza, me tocaba el timbre y nos íbamos a emborrachar por ahí.
Hoy se cumplen veinte años de la peor desgracia de nuestra juventud y es hora de que la cuente. Cuando sos joven y te mandás una cagada, le echás la culpa a la imprudencia. Pero la crueldad no es joven ni es vieja. Durante estos años me quise convencer de que todo fue una fatalidad. Pero no: lo que le pasó al Colorado Ulmer la madrugada del 14 de agosto de 1994 fue, sobre todo, culpa nuestra.
Hubo una época, que para peor fue larguísima, en la que Chiri ejerció un extraño poder sobre mí. Me va resultar difícil explicar esto, por lo que me pido tres páginas en lugar de una. La desgracia empezó al inicio de la edad del pavo, a los doce o trece años, en una plaza de Mercedes cercana a las vías.
«Un programa de televisión humilla y alarma a poblaciones indígenas para hacer una broma solidaria», titulaba, con letras de molde, un periódico digital español el jueves pasado, y mostraba imágenes de niños correntinos llorando cuando un actor, disfrazado de empresario canadiense, fingía mandar a una topadora a borrar del mapa un colegio, o expropiar unas tierras.
Aquí en España, con gran certidumbre, los lectores abren las páginas del periódico los 28 de diciembre esperando que una de las noticias de portada resulte falsa.
A las bromas telefónicas las llamábamos «cachadas» y eran tan antiguas como el teléfono. Había una gran variedad de métodos, pero casi todos tenían como objeto molestar a un interlocutor desprevenido; sacarlo de las casillas, desubicarlo. Con el Chiri nos convertimos en expertos cuando promediábamos el secundario. Éramos magos al teléfono. Pero entonces ocurrió una desventura que nos obligó a abandonar el profesionalismo. Una historia que aún hoy nos recuerda que llevamos la maldad dentro del cuerpo.