Cuando mi necesidad de no ser yo es tan fuerte que pensar en un futuro mejor me resulta imposible, entonces pienso en un pasado mejor. Me digo que yo no nací en mi familia, me convenzo de que no estoy aquí encerrado por razones de salud. Lo que hago (y me funciona muy bien) es creerme que todo es un culebrón. Lo bueno que tienen los culebrones es que, si eres el protagonista y estás encerrado, te escapas en el capítulo tres. A mi me hubiese encantado nacer venezolano, o colombiano, o de cualquier país exportador de culebrones.
Cuando cumplí diecisiete mi madre me compró una motoreta y esa noche no pude dormir. Con los ojos abiertos en la oscuridad pensé en todo lo que haría con ella. Soñé despierto con los sitios a los que iría, con las praderas francesas, con los pueblos de Portugal, con las autoestopistas que subiría a mi motoreta en las carreteras desiertas, con el amor de esas mujeres, con la libertad del viajero solitario. Fue una noche llena de futuro, de aventura y de ansiedad. Al día siguiente di una vuelta por el barrio y la incrusté contra un poste de la luz.