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Pausa
A esta novela no recuerdo haber escrito nunca. Claro que la escribí yo, pero no me di cuenta, hasta hace unos meses, de que aquel montón de historias podían ser una sola.
En la infancia yo siempre arruinaba las fotos. Todas las fotos. A los tres años empecé a desarrollar esta patología extraña, perversa, fruto de algún complejo o trauma no resuelto.
De pronto yo estaba en el hogar donde pasé la adolescencia; lo supo primero mi nariz. Los ojos se acostumbran tarde a la penumbra, pero mi olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de la casa de la calle Treinta y Cinco.
El doce de septiembre del año dos mil noventa y ocho Woung viajará por segunda vez en el tiempo. Siempre, desde chico, había querido conocer a su tatarabuelo, porque Woung también es escritor, un joven escritor de veintitrés años.
La última vez que había estado en Argentina no existía mi hija. Cinco años después volvía a pisar el país, y no existía mi padre.
Tengo infinidad de recuerdos infantiles alrededor del tema. Elijo uno al azar. Una vez, en un recreo, alguien notó que yo tenía tetas. Y otro, que estaba en el mismo grupo, dijo: «Tenés suerte, Gordo, podés tocar una teta cuando quieras». Me lo dijo de verdad, no era un chiste. Esa mañana yo tenía siete años y estaba enamorado de Paola Soto. A la noche me miré al espejo y me pregunté cómo era posible tener más tetas que el amor de mi vida. No me pareció bueno experimentar el romanticismo en desventaja.
«Como si nos costara poco traer el pan, el Caio pasó un rojo y nos cayó una multa». Ésas fueron las primeras palabras de este cuaderno, el 26 de septiembre de 2003, ahora hace ya cinco años.
Este libro recopila las confesiones de un ama de casa mercedina de cincuenta y dos años, un marido, tres hijos y un suegro. Mirta Bertotti escribe aquí sobre su familia, sobre su vida y también repasa su temor a la vejez, al tedio matrimonial y al descalabro económico.