Quieren saber qué periódicos leemos, qué champú usamos, a qué partido político respondemos; quieren saber si hacemos deporte y, en caso afirmativo, cuál o cuáles. Desean conocer si hay niños en casa y cuántos, si tenemos televisión por cable, cuál es la última publicidad que podemos recordar. Si fuimos o somos infieles.
Más tarde los periódicos nos informan sobre los resultados de estos estudios. Es decir, la prensa nos comunica cómo somos.
Nos dicen los diarios, por ejemplo (y escojo titulares reales de este mes) que cada vez más adolescentes consumen tranquilizantes, que los chilenos piensan que las Cataratas son brasileñas, que los italianos son fogosos y las francesas liberales, que los hombres hablan más de fútbol que de mujeres, y que tres de cada cuatro españoles se fue de putas este año.
Todos los días, en la prensa, en la radio y en los informativos de la tele, hay por lo menos una afirmación categórica generada por el método de la encuesta. A razón de trescientas afirmaciones por año, nos vamos enterando cuántas veces nos masturbamos en promedio, descubrimos que nuestras esposas ya son casi tan infieles como nosotros, y averiguamos un sinfín de cuestiones sobre nuestras costumbres. ¿Todas? No señor, todas menos una.
Hay un estudio sociológico que nunca nos fue revelado, que guardan bajo siete llaves, que esconden como un diamante. Los encuestadores poseen un dato sobre nosotros, un solo dato, que jamás publicarán ni darán a conocer a los medios de comunicación. Tras cartón, es el resultado más exacto que podrían conseguir sobre una costumbre humana, porque es la única pregunta que siempre hemos respondido todos. Absolutamente todos. La pregunta, con variantes de cortesía, es ésta:
—¿Me permite usted que le haga unas preguntas?
En esa disyuntiva no hay opción para el no sabe, ni tampoco para el no contesta. No hay dudas. No existe la posibilidad de la mentira ni de la excusa. En todos los casos, los miles de millones de humanos interceptados en el último año, en cualquier parte del mundo, por teléfono o en persona, hemos dicho SÍ o hemos dicho NO. Y los encuestadores conocen los porcentajes exactos de esta tendencia.
Pasa lo mismo con los móviles callejeros de la televisión. Los informativos le ponen el micrófono a las personas y les preguntan, por ejemplo, si el sueldo les alcanza, o si son felices. Pero no explican los informativos, ni siquiera en letra pequeña sobreimpresa, que la enorme mayoría de los consultados pasa de largo, que sólo hay una minúscula porción de la humanidad que adora ponerse frente a una cámara para responder cualquier cosa, ni tampoco informan que esa raza suele llamarse, técnicamente, los imbéciles.
Es increíble, y también fascinante, que casi nadie distinga esta verdad tan sencilla en el momento de creer o descreer lo que aseguran los medidores de las costumbres humanas.
Los encuestadores conocen, sin margen de error, un guarismo exacto sobre nuestro hábito de responder. De hecho, es el único resultado que poseen sobre nosotros como conjunto absoluto. Todos los demás estudios que publican hasta el hartazgo, día a día, están limitados al pequeño grupo de gente aburrida —o que justo esta tarde estaba drogada— que ha contestado SÍ a la primera pregunta. Y estos serán, como mucho, un 11% de la población mundial (estoy dejando propina).
Ya tenemos un dato revelador, entonces. Todo lo que sabemos sobre nuestras costumbres, fobias, manías y emergencias es el resultado de los hábitos de gente aburrida o que, justo esta tarde, estaba dispersa y con ganas de conversar. Anoten esto en sus cuadernos y sigamos adelante.
Fijémonos ahora cómo cambia un enunciado cuando le agregamos esta evidencia: «Los hombres drogados hablan más de fútbol que de mujeres». O cómo se modifica el sentido de este otro titular: «Las señoras que no tienen nada que hacer a la tarde son casi tan infieles como sus esposos aburridos». E incluso de éste: «Los adolescentes que se pasan veinte minutos contestando encuestas, en lugar de hacer algo mejor con su tarde, consumen cada vez más tranquilizantes».
¿Pero qué pasa con los demás, con los que contestan siempre NO a la invitación de ser acribillados con preguntas? Son el 90% de la población mundial y poco o nada sabemos sobre sus quehaceres.
¿Qué champú usan los que no tienen tiempo para contestar boludeces? ¿Son infieles los matrimonios que no conversan por teléfono con extraños? ¿Practican deporte habitualmente aquellos que prefieren esquivar un micrófono por la calle? ¿Qué opinión tienen los tímidos y los sensatos sobre el conflicto del campo en Argentina? ¿Utilizan videojuegos violentos los jóvenes que a la hora que suena el teléfono del encuestador están en la hemeroteca estudiando? Nadie, absolutamente nadie lo sabe. Porque la enorme mayoría de la gente está en sus cosas.
Hay, además, una segunda certeza brutal, que involucra a las minorías que SÍ responde siempre, una certeza que empaña incluso los resultados parciales del grupo. Es sabido que la gente aburrida y la gente que se droga a la tarde tiende a mentir; los primeros como escape a una realidad insípida, y los otros por dispersión y anacronismo. Con esto generamos una nueva evidencia: el 96% de los que responden a encuestas, miente; a veces queriendo y otras veces sin querer.
Conseguimos así un segundo dato revelador. Todo lo que sabemos sobre nosotros como sociedad es el resultado de compilar las mentiras que dicen los drogados y los aburridos. Apunten esto también en sus cuadernos.
Vivimos dos realidades. Por una parte sabemos quiénes somos en casa, y por la otra creemos intuir qué representamos como sociedad. Pero casi nunca reconocemos, ni en el hogar ni en la calle, que nos gobiernan unos parámetros que están dictados por el absurdo y la mala interpretación.
Yo, por ejemplo, uso champú Sedal. Lo hago porque su envase dice que es el champú más usado del mundo. Sospecho se ha llegado a esta conclusión haciendo una encuesta que solamente han respondido los aburridos y los drogados. Uso, entonces, el champú que dicen usar los que no tienen nada que hacer con sus vidas. Esto puede resultar inofensivo en algunos casos, puesto que a nadie se le cae el pelo con ningún champú. Pero otras veces, no sé, salimos a la calle con dos cacerolas, convencidos de que afuera están haciendo ruido los que son como nosotros.
Deberíamos tener más presente, y sin embargo olvidamos el dato con frecuencia, que el objetivo de las encuestas es idéntico al de un termómetro: hundirse en el recto de la sociedad para conocer la temperatura de nuestras emergencias y hábitos. Pero atención. Solamente unos pocos culos sucios se prestan a una vejación tan estúpida, y las cifras del termómetro, cuando emerge, suelen estar salpicadas de mierda.