Mil veces nos contó su vida en el viejo continente, porque (como muchos inmigrantes) el buen vino lo tornaba melancólico y el vino malo lo ponía repetitivo. Nos explicó muchas veces que su madre, a la que nunca más volvería a ver, lo metió en un barco y le dijo: «Nunca traiciones tu origen milanés, Américo, y jamás te va a ir mal en la vida». Él tenía catorce años cuando cruzó el Atlántico con esas palabras en el alma. Y no se las olvidó más.
Cuando dos meses después pisó tierra firme, en Buenos Aires era el año 1943 y lo primero que lo sorprendió de aquella ciudad enorme del sur de América fue el silencio. Un silencio demoledor. Era la primera vez en años que no escuchaba el estruendo de las bombas alemanas, ni los gritos de las mujeres, ni el ruido espantoso que hace la barriga cuando la clausura el hambre.
El jovencito llegó solo, desde Milán, obnubilado y con el pelo hasta los hombros. Al pisar tierra se encontró con el primer gran problema en suelo extranjero: para trabajar (le dijeron) había que cortarse el pelo. Y después llegó el segundo problema: para ir a la peluquería había que tener monedas en los bolsillos. Y al caer la tarde descubrió el tercer problema: para tener monedas había que trabajar. Era el círculo vicioso de los obstáculos.
Descubrió que Argentina era un pueblo de pelicortos; las modas europeas no habían llegado al sur del mundo. Los inmigrantes europeos se reconocían por las calles por el calzado pobrísimo y por las mechas sucias y largas. Muchos tenían el mismo conflicto que él, y entonces en el puerto escuchó un rumor: había una barbería en el barrio de La Boca que le cortaba gratis el cabello a los inmigrantes, con una condición. Pero nadie le explicaba cuál era esa condición. Y para allá se fue el pequeño Américo.
El barbero, que era un criollo de espaldas enormes, lo recibió con una sonrisa y le dijo que lo rapaba gratis si prometía que desde esa tarde, y para siempre, sería incondicional de un club de fútbol que se llamaba Boca Juniors. El joven Américo, sorprendido por tan buen negocio, juró con solemnidad que siempre sería hincha de Boca. Lo juró como solamente puede jurar un chico hambriento: de verdad, y para toda la vida.
Esa tarde Américo salió de la peluquería sin un pelo en la cabeza y con dos colores nuevos en el corazón: el azul y el amarillo. Después pasaron los años, llegó el peronismo, luego se prohibió el peronismo y aparecieron nuevos gobiernos. Algunos muy malos, otros bastante peores. Américo se casó con una buena mujer, tuvo hijos y siempre vivió en mi pueblo, Mercedes. Exactamente a dos casas de la mía. (Por eso conozco esta historia.)
Prosperó mucho desde que llegó de Milán con una mano atrás y otra adelante, y siempre pensó que su buena suerte en la vida había tenido que ver con esos dos juramentos nunca rotos: el de su madre, de no traicionar jamás su origen milanés; y el del viejo barbero del puerto: ser hincha fanático de Boca Juniors para toda la vida.
Pero Dios a veces es irónico, o hijo de puta, o quizás solamente le gusta demasiado el fútbol y sus variantes. Porque a don Américo lo esperaba, en la vejez, una broma divina que iba a ocurrir exactamente el domingo 14 de diciembre del año 2003, a las siete y cuarto de la mañana.
Para el resto de nosotros, que también estábamos en el bar del pueblo mirando el televisor, aquel fue solamente un partido de fútbol entre Boca Juniors y el Milan, que jugaban la Copa Intercontinental en Japón. Un partido importantísimo (el mejor equipo de América contra el mejor equipo de Europa) pero en el fondo únicamente un pasatiempo. Para don Américo, sin embargo, era algo más. Para él, pobre viejo, aquello no fue un deporte sino una tortura. Hinchara para quien hinchara, estaría rompiendo uno de sus dos juramentos.
Ya hacía el calor insoportable de diciembre, a pesar del madrugón. Don Américo estuvo acodado en la barra del bar, frente a la tele, desde antes de que la televisión conectaran con Tokio. El viejo lloraba de antemano porque todavía no había decidido qué traicionar: si al pueblo donde había nacido, o al pueblo que lo había adoptado.
Cuando empezó el partido él seguía llorando. Nosotros lo mirábamos más a él que a la pelota. Nos gustaba el morbo: siempre es más interesante ver sufrir a un hombre que ver transpirar a veintidós.
El primer gol fue del Milan. Américo se levantó de la silla y gritó: «¡Vamo caraco, forza Milano merda puta!». Después se sentó y siguió llorando a moco tendido. Seis minutos después fue el gol de Boca. Don Américo se levantó y gritó: «¡Vamo caraco, aguante boquita merda puta!». Y se hundió en la barra para otra vez llorar amargamente.
Terminó el partido empatado uno a uno, como si el destino hubiese querido profundizar la herida de muerte desde el mismísimo punto de los penales. Durante lo que duró el receso antes de la definición, don Américo no dijo una sola palabra. Caminaba alrededor de la mesa y bebía despacio su vino barato. Ninguno de nosotros le quiso interrumpir el silencio mortal.
Gritó triunfal los penales convertidos y gritó triunfal los penales errados; gritó los goles de Boca y el gol del Milan, gritó a favor y en contra de sus dos corazones hasta que llegó el último tiro, que le dio el triunfo al equipo del barbero, aquel criollo de ley que rapó gratis a un ‘sin papeles’ sesenta años antes, en un país que todavía era próspero.
Y entonces don Américo dejó de festejar, y también dejó de llorar. Se quedó quieto. Nos miró a todos en el bar. Y nosotros hicimos de cuenta que estábamos interesados en otra cosa.
Don Américo tenía los ojos vidriosos, secos de lágrimas. Miraba el aparato empotrado en la pared, y después nos miraba a nosotros incrédulo, y después otra vez el aparato, como si estuviera viendo por la tele su propio entierro.