El nuevo argentino es una copia pirata
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España, decí Alpiste

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Desde hace tres años, Darín ha compuesto un arquetipo que ha calado muy hondo en la bombacha de la mujer española. El personaje es un soñador pícaro que sufre ataques al corazón porque su madre con alzeimer se quiere casar con un tipo que vende estampillas en un club que se está fundiendo. Un personaje meloso que siempre tiene, a flor de labio, una frase entre existencial y divertida. El problema no es que existan argentinos de esta calaña (que los hay) sino que hoy en día todos los argentinos recién llegados a España quieren componer este personaje darinesco, y se está saturando el mercado.

¿Por qué escribo hoy con semejante fastidio? Ocurre que la gente como yo, es decir, el puñado de argentinos que de verdad somos encantadores, paulatinamente vamos perdiendo eficacia emotiva, pues ha comenzado a proliferar un grupo inmenso de compatriotas de biyuterí que está ofreciendo —a mitad de precio— encantos falaces que se empeñan, malamente, en imitar.

Siempre nos ha ocurrido lo mismo, en todos los ámbitos. Cuando un adelantado puso un videoclub en Mercedes y le empezó a ir bien, salieron cuarenticinco videoclub y se fundieron todos. Después ocurrió algo semejante con las canchas de pádel, y más tarde con las pizzerías a domicilio. Todo aquello que a alguien le sale bien, es remedado hasta el hartazgo, hasta que la oferta es mayor que la demanda y todo se va a la mierda. Hasta el infinito y más allá.

Y justamente más allá, es decir a España, nos vinimos unos pocos seres sensibles cuando la última pizzería quebró en Buenos Aires. Nos vinimos, hay que decirlo, sin conciencia de nuestra seducción innata; llegamos ignorantes de ser objetos sexuales; arribamos, incluso, pensando que éramos gordos y feos; aterrizamos dispuestos a hacernos las pajas de siempre, pero de cara al Mediterráneo.

Entonces, como por arte de magia, nos comenzó a ir bien, por alguna razón empezó a funcionar el acento, las mujeres en lugar de decirnos ‘no seas vueltero’ susurraban un ‘ay qué profundo eres’, y empezamos a descubrir que éramos muy buenos creativos publicitarios, que éramos excelentes amantes furtivos, o que podíamos dirigir una empresa de catering. La vida empezaba a sonreír. Pero no faltó quien, rápidamente, dio la voz de alarma:

—Che, parece que si te vas a España y hablás como el puto de Darín cogés con un montón de gallegas —y zas, a los seis minutos salieron ochenta aviones de Aerolíneas llenos de argentinos impostando sensibilidad y nivel terciario.

Durante mis primeros años de estancia ibérica todo funcionó a las mil maravillas, porque no se había corrido la voz. Las chicas me escuchaban hablar y decían:

—Ay, Hernán, no sé si me calienta más lo que dices, cómo lo dices o cuándo lo dices…

Con el paso del tiempo, y el arribo del cine de Campanella, ellas empezaron a decir:

—Ay, Hernán, si cierro los ojos lo estoy oyendo propiamente a Ricardo Darín —y eso ya molestaba un poco, pero se cogía igual.

Pero ahora, cuando te escuchan decir algo nacido de tu sensibilidad natural, algo originalísimo, espontáneo, fruto de tu esfuerzo intelectual, ellas retrucan con fastidio:

—Vosotros los argentinos decís siempre lo que una quiere oír.

¡No, mujer! Por el amor de Dios, no somos todos…, ¡soy yo! El que ha estudiado el alma femenina desde los trece años, el que ha leído y ha sufrido de amor hasta comprender íntimamente todos los laberintos de tu ser, el que se ha quemado las pestañas durante décadas catalogando empíricamente las especies de mujeres que existen sobre la faz de la tierra para poder luego decir lo que necesitás oír, ése, el mago que por fin ha llegado a tu vida, soy yo, no somos «todos los argentinos». El resto son copias pirata, corazón, el resto es oro falso.

—Y una mierda —dicen ellas—, hace un par de días, en un bar, había un camarero argentino que me ha dicho también cosas por el estilo.

—¿Qué te ha dicho el camarero?

—No sé, pero hablaba como tú, y también usaba la palabra «empíricamente», que no tengo ni puñetera idea de lo quiere decir pero me pone cachonda.

Y es verdad. Eso es lo peor. Los argentinos pirata han aprendido a usar palabras clave y a hacer gestos que sólo conocíamos nosotros, los argentinos con denominación de origen. Y últimamente no se puede ir por la calle sin escucharlos. Son una plaga. Cada dos cuadras te cruzás con media docena de falsos argentinos recién llegados; van todos diciendo piropos naïf, guiñando ojos a mansalva, dando a entender que han leído a Borges, ofreciendo fuego a las fumadoras, persiguiendo morochas con paso acaramelado y sembrando la confusión en el target femenino.

Aún no ha ocurrido, pero falta poco para que se sature el mercado, para que nadie (ni los argentinos reales ni las burdas copias darinescas) puedan engañar a una gallega y llevársela a los yuyos. Es triste decirlo, pero vamos camino a perder un nicho de acción que podríamos haber hecho propio a fuerza de verdad y trabajo, y todo por culpa de nuestro egoísmo enquistado. No parecemos hermanos, parecemos aves de rapiña. Y así nos va.

Hernán Casciari