Si hubiera tenido que elegir el peor momento para morirme hubiera sido ese. No solamente estaba en un país que no era el mío; también me había separado de Cristina después de quince años y la única persona que sabía que yo estaba en Uruguay con Julieta era la propia Cristina; y para peor, el equipo de fútbol más bullicioso de Montevideo acababa de salir campeón y el tráfico a los hospitales era imposible.
Era el primer domingo caluroso de diciembre y yo era feliz, o empezaba a ser feliz, cuando me ardió el centro del pecho. No era un dolor intenso, así que durante un rato elegí pensar que tenía acidez. En el fondo yo sabía que esos pinchazos estaban en el corazón y no en la barriga, pero es tan necesario negar la muerte cuando le ves el plumero, sospechar que las cosas extraordinarias de la vida nunca nos pasan a nosotros, que siempre al principio el infarto parece un poco ardor de estómago.
«¿Querés que llame a alguien?», me preguntaba Julieta, y yo le decía que no, que ya se me iba a pasar, mientras cruzaba los dedos para que no fuera lo peor. Es horrible que te dé un infarto y te mueras al principio de una relación con una mujer más joven, porque en el velorio todo el mundo piensa que te moriste de esfuerzo sexual. Es vano explicar que no, que en realidad estabas a punto de ver a Racing en el televisor, que habías comprado facturas y estabas vestido: siempre tu muerte será morbosa y tendrás, en el imaginario de tus deudos, el culo al aire.
Me bajó la presión de solo pensar en mi velorio. «¿Llamo a alguien? Ahora estás pálido». Ella también cruzaba los dedos para que no fuera un infarto. Nos habíamos conocido pocos meses antes: posiblemente yo era una excentricidad en su vida, una especie de novio viejo pero simpático, pero no un novio muerto. Es muy feo ser una chica y que de repente una aventura sentimental se te convierta en un cuerpo gordo y rígido al que tenés que repatriar para que no se pudra. Capaz que ella quería una relación de verano, un toco y me voy, una anécdota para contarle a sus amigos, y yo le estaba regalando la burocracia de meter un cadáver en el congelador del Buquebús.
¿Y a quién iba a llamar, ella, para avisar de mi muerte, si solamente Cristina sabía todo el asunto? Yo todavía no le había contado a nadie que me había separado. No lo sabían ni Chichita, ni mi hermana, ni Chiri. De hecho, pensaba esperar a fin de año para explicárselos. La única persona del mundo que sabía que yo estaba con Julieta era Cristina, pero no es recomendable llamar tan pronto a la exmujer de alguien para decir «mirá, te lo devuelvo porque se murió».
Entonces, de repente, el brazo izquierdo se me empezó a dormir y se acabaron todos los chistes. «Che, es un infarto», dije, y la respiración se me volvió muy fría. Julieta salió corriendo a buscar gente. Y entonces, justo ahí, en ese momento del domingo, me quedé solo con mi infarto.
Y lo dije dos veces más, en voz alta. «Infarto. Infarto».
Eso lo cambió todo, fue una especie de frontera. Porque mientras mi boca decía «no es nada» o «ya va a pasar», mientras mi cabeza pensaba que podía ser una gastritis, yo todavía era el personaje de mis cuentos, un gordo gracioso que, sin haber hecho esfuerzos, solía tener la vida por delante.
Pero desde que dije en voz alta «es un infarto» y Julieta se fue, desde que me quedé solo en la casa de huéspedes, me convertí en un hombre cualquiera que se muere sin nadie, me convertí en mi padre en su sillón después del tenis, en mi abuelo en su noche final de la clínica, en el mendigo que eterniza su apnea abajo de un puente; fui todos los hombres muertos que no tuvieron gente al lado.
Y si cuento la historia (si sigo siendo el personaje) es porque Julieta volvió con Javier y Alejandra, los anfitriones de la casa, y como pudieron me subieron a un auto. Salimos por una avenida llena de Peñarol, y tuvimos la suerte de cruzarnos con un patrullero. Alejandra, que manejaba, sacó la cabeza por la ventanilla y le dijo al policía: «Llevamos a un infartado, prendé la sirena y guiános al Británico». Al patrullero le giraron luces azules y rojas, como en una serie yanqui, y le brotó un aullido de urgencia que obligó al tráfico a abrirse como el mar Rojo.
Yo miraba el camino con la presión en la mínima. Me di cuenta que respirar me requería un esfuerzo enorme, y que si perdía el conocimiento mi cuerpo no podría hacerlo. Supe que no tenía que hacer literatura mental: nada de pensar tiernamente en mi hija, ni en mi vida con nostalgia, porque si me emocionaba la energía de la respiración se disipaba. Solamente había que respirar y llegar. Y no morir. Respirar y llegar. Y no morir. Si llegaba a una camilla todo iba a estar bien, porque lo único que hay que evitar en la vida es la frase «murió de camino al hospital». Es una frase muy fea.
Por suerte llegamos. El médico me dijo, después de la operación, que la velocidad con que me trajeron en el auto fue vital. Gracias al patrullero y a Julieta y a mis anfitriones, hicimos en diecinueve minutos un camino que se suele hacer en cuarenta. «Tu corazón no hubiera aguantado cuarenta», me dijo el doctor.
Un par de días después, en la habitación de cuidados intensivos, me llegó un correo de la página de alquiler de casas. Me pedían una evaluación pública de mis anfitriones en Montevideo. Como todavía no podía escribir, le dicté a Julieta mi evaluación de la casa:
«Excelente vivienda para huéspedes con propensión al infarto de miocardio. La zona posee comunicación directa con los mejores hospitales de Montevideo. Los anfitriones, Javier y Alejandra, se convierten al instante en ángeles de la guarda y te salvan la vida sin conocerte. Te llevan muy rápido al hospital, en su propio coche, mientras te estás muriendo y después se quedan en la sala de esperas hasta que los médicos te ponen un bypass. No permiten que caigas en depresión ni que te sientas solo, te traen libros para que leas y además no te quieren cobrar los días que te quedás de más en su casa. ¡Muy recomendable!».