Juan Bautista llegó primero. No estaba nervioso porque tenía una de estas citas absurdas por semana. Se las imponía él mismo, para no resignarse, para seguir siendo sociable, para no perder. Pero no creía ni en las aplicaciones de citas, ni en la humanidad en general.
Cuando María Luisa entró, él la reconoció enseguida porque ella no había mentido en la foto. Se saludaron de una forma genuina, sin fingir de más, eso es buena señal. A los dos la otra persona le causó buena impresión. No muy buena, solamente buena. Nada del otro mundo, pero hubo algo que no excedió la alarma negativa.
De todas formas esa idea inicial (la idea de ver enfrente a una persona correcta) duró solamente diez segundos. Porque inmediatamente pasó algo que ninguno de los dos esperaba. La conversación… ocurrió.
Hay tres maneras de conversar. No en citas sino en general. Se puede hablar sobre otras personas (una conversación de chisme), se puede hablar sobre hechos puntuales (las pequeñeces, la vida cotidiana, hubo una manifestación, no pude llegar, hechos), o se puede hablar sobre ideas.
Las conversaciones resultan malas cuando estamos en frecuencias diferentes: uno habla sobre hechos, el otro sobre personas; uno habla sobre ideas, el otro sobre hechos. No funciona. Y las conversaciones resultan aceptables cuando hablamos de lo mismo. En un 90% de los casos, los seres humanos hablamos sobre otras personas o sobre la vida cotidiana.
Pero María Luisa y Juan Bautista únicamente sabían conversar sobre ideas, conversación abstracta. Y por eso estaban solos casi todo el tiempo, o fracasaban en las citas. NADIE habla únicamente sobre ideas. Nadia habla únicamente en abstracto.
Así que ocurrió algo que nunca les había pasado a ninguno de los dos: fue como la onda verde de las conversaciones. No hubo ningún semáforo rojo en esa charla. Fluyeron. Hablaban cada cual a su tiempo, sin interrumpirse, sin perder el hilo. Fue maravilloso.
En general, conversar con un desconocido es como viajar de noche por una ruta oscura: el camino puede estar asfaltado o ser de tierra, no lo sabemos, puede cruzarse un caballo, no lo vemos, podemos matarnos, quedarnos dormidos, desbarrancar de la conversación.
A Juan Bautista y a María Luisa no les pasó nada de esto. La conversación parecía ocurrir en una autopista finlandesa, en medio de una aurora boreal, con música de Joao Gilberto en la radio y los dos iban en un coche automático con tracción en las cuatro ruedas.
Es una metáfora lo que digo porque en realidad estaban en un bar porteño lleno de gente, con ruidos espantosos de platos y de vasos, con música demasiado alta, pero ellos nunca se dieron cuenta. Vivieron, ese tiempo, adentro de la propia conversación.
Se despidieron en una esquina dos horas después de una charla perfecta. No se confesaron en esa esquina que estaban alucinados con el otro. A los dos les pareció demasiado intenso decir eso tan pronto. Habían quedado para una segunda cita al día siguiente, y ese les resultó el momento adecuado. Ahí sí se lo iban a decir.
Juan Bautista volvió a su casa eufórico. Hasta conocer a María Luisa su única preocupación en la vida era qué carrera iba a elegir, y su mayor sueño era ganar la lotería para no pensar nunca más en dinero. Ahora su preocupación y su sueño eran otros.
María Luisa volvió a su casa temblando. Hasta conocer a Juan Bautista su persona favorita en el mundo era su abuela Eva, y su mejor charla había ocurrido a los nueve años, con su padre, en una playa de Pinamar. Ahora todo había cambiado para ella.
Juan Bautista se puso a cocinar algo dulce, que era su manera de pensar. María Luisa se puso a escribir código, que era su manera de pensar. Los dos, cada uno en su mundo de ideas, pensaron lo mismo. Pensaron que esa vez sí era posible pensar a largo plazo en otra persona.
Pensaron que lo único malo, ahora que se conocían, era la fugacidad del tiempo: ya habían vivido un tercio de la vida en soledad, y en algún momento tendrían que morirse. Primero uno y después el otro, o si tenían suerte, a la vez, de viejos (por ejemplo en un accidente de avión). Los dos pensaron eso, sin saberlo, cada uno en su casa pensaron en un accidente de avión: ojalá tengamos que morir a la vez. Nunca lo supieron.
Pensaron que lo espantoso de saberse compatibles era que los dos tenían un pasado que contarse, unas anécdotas que comprender sin imágenes, solamente a través de la palabra del otro.
Y después pensaron, (a la vez, sin saber que estaban pensando lo mismo) que deberían confesarse sus anteriores fracasos. Él le contaría la anécdota de la epiléptica que no sabía mentir; ella le contaría la del novio que se puso a ver Juego de Tronos en el momento menos oportuno.
Y los dos sonrieron. Al mismo tiempo.
Y los dos pensaron que deberían construir un futuro. Y que tendrían que presentarse a sus respectivos mundos: padres, parientes, mascotas. Y quedar con amigos a cenar. Y después, convivir. Y ambos pensaron que uno de los dos se cansaría primero… y que uno de los dos mentiría primero, y que uno de los dos caería en la tentación antes que el otro.
Y al mismo tiempo, cada uno en su casa, dejaron de sonreír.
Y pensaron, a la vez, que alguien sería el primero en levantar la voz. Y que alguno se enojaría y diría una palabra de más, y que alguien, antes o después, encontraría más defectos que virtudes en el otro.
Fue por esto, ¡por esto fue!, porque pensaban solamente en las ideas, no pensaban en las pequeñeces de la vida cotidiana, no pensaban en las otras personas… fue por esto que ninguno de los dos se presentó a la segunda cita.
Hasta en eso se parecían.