El gran problema de separarse sin platos rotos es que ni los hijos ni los vecinos ni los parientes se enteran de nada antes de tiempo. Al amor se lo come una abertura en el suelo, pero nadie percibe el terremoto.
Además, los chicos odian las novedades y los cambios en las tramas. O por lo menos eso es lo que más detesta Nina, que es nuestra hija única y parece siempre encantada con la rutina de las tardes.
En casa, toda la construcción familiar siempre dependió un poco de ella y, en los últimos meses, se había convertido en el único vértice equilátero de un triángulo cada vez más escaleno. ¿Cómo contarle lo que estaba pasando, entonces, sin romperle el corazón?
Una noche, mientras ella dormía, le propuse a Cristina ir hasta el comedor y romper unos jarrones y decirnos insultos graves en voz alta, para que la criatura se despertara con sobresalto y empezara, de a poco, a sospechar que la cosa andaba mal. Cristina me miró muy seria y me dijo:
—Hernán, no puedes ser tan gilipollas.
Yo le respondí pelotuda y arrastrada, creyendo que ya habíamos empezado el juego, pero lo que ella me quería decir era otra cosa.
Al no encontrar cómo decírselo, empezamos a evaluar el cuándo. Yo quería que fuera rápido, no por ansiedad sino por miedo. Hay escenas de la vida que me dan pánico, y entonces tengo la necesidad de que ocurran pronto, de que no se eternicen.
Cuando un desconocido camina a mis espaldas por la noche, por ejemplo, yo pienso que es un delincuente peligroso, siempre; entonces me doy vuelta y ofrezco mi billetera antes de mediar palabra. En general es un turista que me mira con sorpresa, pero por lo menos se me pasa el susto.
Decirle a tu hija que ya no vivirás con ella tiene la misma tensión que un robo callejero, pero en este caso uno se siente mucho más el ladrón que la víctima.
Nos habíamos separado en octubre y pasamos noviembre buscando el momento en vano. Yo quería darle a mi hija la noticia a mediados de diciembre, porque con nieve las escenas dramáticas son mejores.
—No, esperemos un poco, el quince de diciembre es su santo —me decía la madre.
Entonces negocié decírselo una semana más tarde.
—¿En Nochebuena, te parece? —me decía Cristina— Va a relacionar siempre la Navidad con algo triste.
—¿Y una semana después?
—¡Eso sería Año Nuevo, no puede empezar 2016 con semejante noticia!
—¿Y después de eso, Cris?
—¡Después llegan los Reyes Magos!
—Entonces aprovechemos —le decía yo— y digámosle que los Reyes son los padres y que los padres están separados. Así matamos dos pájaros de un tiro.
Cristina me miraba otra vez muy seria.
Me acuerdo de todas las noches en que hablamos del asunto. Esperábamos a que Nina se durmiera y conversábamos en voz baja sobre cómo darle la noticia. La veíamos dormir, respirar fuerte, y era lo que más pena nos daba de la ruptura. Posiblemente fue lo único que hicimos bien del todo: una hija sana y feliz. Todo lo demás lo habíamos empezado tarde o lo habíamos dejado por la mitad.
Yo tenía programado un viaje a Sudamérica para dar unos recitales de cuentos. Decidimos con Cristina que después de mi viaje hablaríamos los tres del asunto, nos dimos ánimos y nos prometimos que las palabras aparecerían solas, que encontraríamos la tranquilidad y el momento. Nos pareció una decisión correcta y las dos me acompañaron al aeropuerto.
Pero entonces pasó que, en medio de mi viaje, me dio un infarto agudo de miocardio y los doctores no me dejaron volver a Barcelona. Fueron unas semanas muy extrañas porque, de repente, mis amigos y mi familia supieron de nuestra separación. La única que no lo sabía era Nina.
Entonces empecé a fantasear con contarle todo a Nina por skype, o por wasap, porque no soportaba que ella fuera la última en enterarse, o que pudiera saberlo por internet. Pero Cristina me dijo que hay cosas a la que es mejor ponerles el cuerpo, que no se pueden dar ciertas noticias por webcam. Y fue así que las dos volaron para Buenos Aires.
Dejamos pasar los Reyes Magos y todas las fiestas importantes. Un día cualquiera de enero, hace un par de semanas, estábamos cenando con un montón de amigos en la casa de Chiri. En un momento nos llevamos a Nina aparte. Nos pareció que la noche era perfecta: afuera había un cielo con estrellas y era el verano cálido del hemisferio sur.
Cristina y yo estábamos nerviosos, sin saber cómo empezar. Yo fui a buscar un jugo y me senté en el sofá. Nina en el medio, Cristina del otro lado. Nos hacíamos los boludos, como si quisiéramos confiar en una espontaneidad que no aparecía.
—Nina, queríamos decirte que mamá y yo estamos separados —le dije.
La frase retumbó en la habitación y me dio una tristeza enorme decirla en voz alta. Nunca la había practicado en el espejo, y me di cuenta de que tendría que haberla ensayado un poco, porque a la mitad se me llenaron los ojos de lágrimas. Me acordé de una frase que me gustaba mucho: «Cuidado cuando pasas cerca de un niño que imagina, puedes estar matando un mundo».
¿Quién era yo para decir esas palabras, para dar esa clase de noticia? Sin embargo Nina no tardó ni dos segundos en hablar. Lo hizo automáticamente, casi pisando mi última sílaba.
—Sí, ya lo sabía —dijo.
Cristina y yo nos quedamos inmóviles. Cuando pudimos reaccionar le preguntamos si estaba triste y nos dijo que sí, pero que prefería que fuéramos amigos. A mí me dio un poco de bronca que una chica de once años no hiciera escándalos ni pataleara; me había preparado durante dos meses para enfrentarme a sus lágrimas.
—¿No querés llorar un ratito? —le propuse—. Es un momento importante de nuestras vidas, Nina, alguien tendría que llorar.
Me miró, primero seria y después suspicaz. Le dio risa el pedido. Entonces nos reímos los tres un poco.
Después Nina tomó un poco de jugo y Cristina le preguntó desde cuándo sabía que estábamos separados.
—Desde mayo —nos dijo—. Ya se notaba mucho.
Nosotros habíamos empezado a hablar de la separación a principios de octubre. Casi cinco meses después.