La Justicia tiene un bache gigantesco, una tara de nacimiento, por la que le resulta imposible funcionar correctamente. Siempre, en un juicio, habrá un abogado que miente. Siempre habrá uno que sabe la verdad e intenta disfrazarla de otra cosa. Siempre habrá uno que, por dinero, tiene permitido mentir y falsear la realidad. Cuanto mejor sea un abogado en su oficio, más personas dirán de él: «qué hijo de puta».
Y aquí nace el error de ciertos oficios, creo yo. Cuando el mejor en algo es, al mismo tiempo o por eso, el peor, tenemos un problema. Y si la base de la justicia humana recae en uno de estos oficios, si quienes dictan sentencia inapelable son los peores seres humanos de un grupo, entonces el problema es un problemón.
Hay únicamente dos clases de oficios en el mundo: los que ya existían cuando éramos inocentes, y los que no. En un mundo inocente habría payasos, putas, ebanistas, dibujantes y panaderos. Y no habría (por innecesarios) ni policías, ni abogados, ni árbitros de fútbol, ni políticos populistas. Aquéllos oficios, los nobles, están ligados a nuestras necesidades básicas; éstos, en cambio, surgieron por culpa de la degeneración, de la trampa y del caos. Los impuros son oficios que están aquí no desde siempre, sino desde que el mundo es una mierda.
Cuando éramos inocentes necesitábamos reír, comer, sentarnos, viajar, soñar y que nos chuparan la pija. Y por eso teníamos payasos, panaderos, carpinteros, caballos, músicos y putas. No hacía falta más. ¿Qué pasó entonces? Posiblemente ocurrió el primer conflicto. No sabemos cuál, pero podemos imaginarlo. El payaso hizo un chiste que ofendió al carpintero. O el panadero le vendió al músico medio kilo de pan diciendo que eran tres cuartos. O la puta no quiso acostarse con el caballo. Algo de eso.
Entonces nació el abogado: un tipo que debía decir quién tenía razón. Claro que, en los oficios nobles, cada actividad o servicio tuvo siempre una paga. ¿Cómo le pagaríamos al abogado por su trabajo? O mejor, ¿quién le pagaría? Se decidió entonces que el que más tenía más pagaba. No hubo tiempo para llamarle a esa práctica soborno, porque el que más pagaba eligió llamarlo Justicia.
Cada vez que veo o escucho a un abogado me da asco. No puedo evitarlo. Y me preocupa mucho ver de qué manera nos acostumbramos (por una cuestión cultural, por una cuestión de pereza mental) a no objetivizar la vida. Nos parece normal que todo sea así. A nadie le pone los pelos de punta saber que estamos en manos de unos tipos que cobran por mentir, que deciden si vamos presos o no, que deciden casi todo con argumentos rarísimos, con palabras inventadas, con leyes que no tienen sentido y que impulsaron sus abuelos, que también eran abogados o políticos (un político es un abogado más viejo).
Tengo la impresión de que hay un porcentaje mínimo del mundo que está enfermo. Gente ruin, equivocada y manipuladora. Pero lo que más me causa espanto es que el resto mira el circo casi desde la costumbre ancestral, casi desde la resignación, casi de acuerdo.
Los oficios ruines nacen y se reproducen en el seno de la gente ruin, con el objeto de salvar a la gente ruin. Los demás (la gente serena, la gente pobre; la gente) puebla el mundo con el secreto designio de cumplir una condena injusta.
El oficio de puta es necesario. Tanto, que es el primer oficio que se recuerde. El oficio de puta es noble y no le hace mal a nadie. El oficio de policía es innecesario, es post-degeneración, es turbio. Entonces, el policía se mete con la puta, la encarcela, la acosa, le dice chupame y te dejo ir. Nos parece normal.
El abogado defiende mejor al que mejor le paga. El árbitro le saca amarilla al delantero habilidoso que se tira en el área. El diputado sólo recuerda al votante rico y hunde al pobre en la rabia silenciosa. Nos parece normal.
Mi vida, desde el principio, estuvo ligada a la abogacía. Cuando yo era chico, todos me recomendaban ser abogado por dos razones. La única universidad que existía (y existe) en Mercedes forma estudiantes de derecho. Eso por una parte. Y por la otra, todo el mundo descubrió temprano que yo había nacido con la ambigua capacidad de engañar, de convencer a la gente sobre cualquier cosa.
Y tenían razón. Yo habría sido un gran abogado. El más hijo de puta de todos. El más respetado, el que más culpables ricos habría salvado de la cárcel, el que más inocentes pobres habría metido en prisión. Un gran abogado, sí señor. Una mierda de persona. Hasta tendría un chalet con pileta, un auto grandote.
Pero gracias a dios, para cada oficio espurio hay uno noble. Incluso si tu talento en la tierra es el de mentir. Yo por ejemplo elegí contar cuentos y decir públicamente barbaridades sin importacia. Si mi talento hubiera consistido en correr atrás de una pelota, tambien tendría una opción correcta y otra incorrecta: mediocampista o árbitro. Y así podríamos seguir toda la tarde: payaso o político, carpintero o banquero, primera dama o puta.
No sólo eso. He descubierto no hace mucho que mis amigos verdaderos, todos ellos (no son muchos) practican oficios nobles. No tengo un solo amigo que desarrolle una actividad post-degeneración. Ni uno. Y me siento feliz por esa casualidad no buscada.
Por eso, si algún lector de Orsai con oficio degenerado es habitual de estas páginas y ha llegado hasta aquí, debe saber que me da asco tener lectores espurios. Si tuviera lectores de esta clase, les pido que se vayan a otra parte, que no comenten, que nos dejen en paz. Es posible que el mundo esté lleno de gente de mierda, es posible que no podamos hacer nada para evitarlo; pero en mi casa, en mi vida, en mis historias, somos todos inocentes aunque se demuestre lo contrario.