Lo insultaban porque ayer jugaba en Boca y ahora era defensor de River: había quedado en el limbo, en el no lugar del amor. Aquella puteada masiva fue una de los hechos más educativos que presencié en mi adolescencia. Supe, de una vez y para siempre, que todo en el fútbol es un juego: también lo que lo rodea. Que todo está ahí para que disfrutes de un circo perfecto.
Ir a la cancha, como todo el mundo que va a la cancha sabe, es más que presenciar un partido. A la cancha uno va también a divertirse con la exageración de la animosidad general. Pero resulta que, ahora, la sociedad europea ha encontrado otro terrible mal de nuestro tiempo al que dedicar tiempo completo: el racismo en el balompié. Es decir que desde hoy, y por plazo de seis meses, los medios, los políticos y las asociaciones civiles del viejo mundo estaremos buscándole la solución al triste hecho de que los hinchas, desde la tribuna, le griten «negro de mierda» a un negro que juega para el otro equipo.
A un señor que salía de la cancha, envuelto en una bufanda del Betis, un periodista hipersensible le ha preguntado sobre el racismo en el fútbol español, y el hombre ha dicho con sensatez:
—Yo no estoy en contra de la gente de color. Si le grito «negro de mierda» a Ronaldinho es solamente para que no me marque goles.
También le han preguntado a Assunçao si le dolía que los espectadores del fútbol le hicieran muecas de mono cuando entraba a la cancha. Dijo el brasileño, que tiene de tonto lo mismo que de ario:
—La gente va al campo a hacerme muecas y para eso paga 35 euros. Yo voy al campo a hacer goles y me pagan; me pagan para eso y para ver cómo la gente hace el mono.
¡Qué sabios son los hinchas blancos y los deportistas negros! Ni los unos ni los otros parecen concebir problema alguno en actuar sus roles tácitos en el folklore futbolístico. ¿Entonces por qué las asociaciones civiles, los medios de prensa y los gobiernos europeos sí ven allí un problema?
Otra vez, me parece, flota en el ambiente el típico debate que sólo sirve para dar de comer a las abuelas y a los progres. Para que se exciten y se exalten las abuelas y los progres con lo que se ha dado en llamar «un debate social candente». Me está empezando a preocupar que las gestas sociales de estos dos grupos humanos (progres y abuelas, antaño tan diferentes en sus ideologías) cada vez se parezcan más. ¿Es que las abuelas se están aggiornando, o es que los progres están empezando a oler a pis?
Miraba la semana pasada, entre embobado e incrédulo, un debate en la Televisió de Catalunya sobre el llamado «racismo en el fútbol». Son esas cosas que a veces miro para poder enojarme con algo. Me encanta enojarme con las cosas. Había en el debate representantes sociales válidos: había un sociólogo, un entrenador de divisiones inferiores, un ama de casa ilustrada, uno de esos tipos que escriben libros sobre los grupos humanos; es decir, gente aburrida de bien. Habían invitado también, cómo no, a algunos negros dolidos. Todo el estereotipo necesario para dar la impresión de pluralidad.
Como ya es costumbre, éste era uno de esos debates en los que la producción se cuida muy bien de que todos estén de acuerdo con lo mismo. Donde no se invita a nadie dispuesto a manifestar pensamientos alternativos, o a contradecir las reglas de la hipersensibilidad social. Todo el mundo debatía, ya no la existencia del fantasma, sino cómo había que hacer para que nadie se asuste con él. Se debatía un imposible: cambiar la cultura de un deporte. Convertir el fútbol en danza clásica y a sus aficionados en serenos de biblioteca.
A mí me daba mucha alegría cuando el arquero del equipo contrario era pelado, porque las barbaridades que puede decirle un hincha gracioso a un arquero pelado, desde la tribuna, es inenarrable. Un hincha experto es capaz de molestar tanto, pero tanto, como para que el arquero pelado salga mal en un corner. Y es que el hincha necesita tener la ilusión de que con sus groserías y sus desplantes puede cambiar el devenir del juego a su favor. O encrespar al contrario hasta sacarlo de quicio. Eso no es racismo en el fútbol, es magia colectiva en el deporte.
Cuando el jugador Tarantini se casó con una modelo llamada Pata Villanueva (al que las malas lenguas señalaban como putita de lujo), los cánticos en las canchas argentinas fueron gloriosos. Tanto, y tan crueles, que durante mucho tiempo el Conejo Tarantini jugó espantosamente mal. ¿Quién puede marcar bien la punta izquierda cuando veinte mil tipos aseguran que «el Conejo está jugando y la Pata yirando por Constitución»? ¿Quién puede concentrarse en el juego?
De eso se trata, señores progresistas, señores sociólogos de televisión, señores de los gobiernos europeos. De eso se trata cuando alguien le grita «negro de mierda» a un delantero morocho del equipo contrario. La idea es que se ponga nervioso y no haga goles. Nada más que eso. No hace falta que se sancionen leyes ni contravenciones, señores diputados, no hace falta que se quiera hacer creer a la gente que hay un nuevo fantasma acechando a la sociedad.
Pero no. Éste es el nuevo flagelo de nuestros días, parece. Los gobiernos de Europa estén haciendo honrados esfuerzos (económicos y sociales) para aplacar la tristeza que sienten unos deportistas negros que cobran 45 millones de euros por temporada, cada vez que un señor les dice «negro» desde una platea.
Por supuesto que la ironía, el folklore, la festividad y la sorna competitiva no tienen nada que ver con el asunto. Esto racismo puro y duro, señoría, igualito a lo de Auschwitz. ¡Por fin los europeos tenemos otro problema grave que resolver!