A veces me da por pensar que cuando nos quedamos solos en la mesa de un bar, o parados en una esquina mirando pasar los autos, distraídos con el vaivén de las caras ajenas, sin pensar en nada pero atentos al tumulto humano, lo que estamos haciendo en realidad es el casting de aquellos rostros con los que iremos a soñar la semana que viene.
—Este sí, porque tiene una pelada graciosa; esta no, porque le faltan tetas; a esta vieja la llevo porque puede funcionar como abuelita macabra…
Sin querer, quizá automáticamente y al descuido, buscamos personajes secundarios nuevos para algún sueño multitudinario, de esos con gran cantidad de extras, con cambios abruptos de paisaje y explosiones.
Posiblemente las personas que solamente duermen de noche no tengan necesidad de hacer estas búsquedas de roles no protagónicos, porque los sueños nocturnos son más bien de dos o tres personajes fuertes: el padre muerto que regresa, un ex novio que se convierte en el actual, el tipo que vende diarios abajo y que nos asusta con un cuchillo tramontina, y cosas así. Pero quienes tenemos la costumbre de dormir la siesta, en cambio, somos muy dados a la producción onírica de alto costo, a los espacios infinitos, a los argumentos rocambolescos y la multitud de figurantes.
Los sueños de la siesta son más intensos, más duraderos, más creíbles y generalmente más agradables que los nocturnos. Eso sí: si te toca una pesadilla de matiné, agarráte de la frazada con ambas manos. Las pesadillas de la siesta, por alguna razón, ocurren con tanta nitidez, y el argumento es tan hijo de puta y certero, que una vez que te despertás estás toda la tarde con una sensación fea, como si realmente hubiera pasado algo irreversible en la vida real. Como si hubieras pisado caca de perro y ahora te quedase el tic de caminar por la alfombra pidiendo perdón.
La misma sensación de realidad, pero esta vez acolchada y feliz, ocurre cuando el sueño de la siesta ha sido erótico o de amor. A mí llegó a pasarme (nunca de noche, solamente de tarde) que me desperté de la cama completamente enamorado. Hay una clase de sueño vespertino en donde conocés a una chica que no habla, que sonríe pero no mucho, una chica lánguida, con los ojos como de haber llorado; una carita de mosquita muerta que supuestamente no habías visto en tu vida. Y todo lo que pasa en el sueño es romántico tirando a boludón, nada sexual. Es un sueño apto para todo público. Un sueño que, sin embargo, te deja al despertarte una sensación feliz de amor verdadero y sensual. Y por ende, un hueco de frustración que dura hasta que te agarra el hambre de la cena.
A la noche, en cambio, el subconciente nos proyecta más bien cortometrajes, seis o siete sueños seguidos, pero cortitos; alguno es de terror, otro medio alegórico, a veces reponen dos o tres simpáticos, pero no hay ninguno que te vuele la cabeza, que te despierte de sopetón o que te haga pensar en la inmensidad del destino o en lo absurdo de la vida matrimonial. El sueño nocturno es quizás demasiado disperso y poco intelectual, y lo único que tiene de bueno es que a veces resulta de un simplismo tan absurdo que le encontrás la vuelta.
Por ejemplo, estás soñando con un tipo que trata de ‘conseguir bemoles’, que en el sueño significa que está a punto de sobornar a un funcionario marroquí. El sueño es grisáceo y con un argumento torpe; entonces, en un instante de lucidez, descubrís que el paisaje es de Mercedes, cosa imposible porque vivís afuera, y que el señor de los bemoles es José Sacristán. ¡Eureka! Por esos datos ridículos te das cuenta que estás soñando; el corazón te palpita y empezás a buscar mujeres por los costados del sueño para tocarles las tetas. Incluso descubrís que, si desenfocás la mirada, podés convertir la escena sórdida en un vestuario de chicas alemanas rubiecitas que juegan al voley. Empezás a ser el guionista omnisciente de tu propia fantasía.
Ser el escritor de tus propios sueños está muy bien: lo malo es cuando sos escritor en la vida real. Cuando pasa eso, la deformación profesional te lleva a creer que algunos sueños son adaptables al cuento corto o la novela. Es triste pero ocurre: la mayoría de las veces, los escritores nos despertamos convencidos de que lo que acabamos de soñar es La Historia Perfecta. Así, en cursiva y con mayúsuculas. Es tanto el convencimiento y la alegría que ello nos produce, que nos arrastramos tambaleando al escritorio, abrimos el bloc de notas y empezamos a anotar como locos cada detalle de la trama onírica, antes de que las últimas hilachas del recuerdo desaparezcan.
Yo tengo cientos de estas anotaciones, y todas son más o menos de este estilo:
viajábamos tren,
a una vieja le habían robado el laudo,
después estábamos en suipacha
y la vieja era un perro.
yo descubro que el perro no estaba en el tren
entonces el laudo aparece
¡todo cierra!
(también estaba calamaro).
Es horrible el momento en que, de pronto, estás completamente despierto y lo que te había parecido el mejor cuento policial del siglo veinte no significa nada. Que todo aquello que parecía unirse como el engranaje de un reloj suizo era una cagada, o una alucinación de la duermevela. De todas maneras yo, por las dudas, no borro esos apuntes, porque capaz que juntando cincuenta o sesenta idioteces de ésas un día me sale un libro de versos vanguardistas. Uno nunca sabe por dónde anda la poesía moderna en este momento.
Del subconsciente, lo único que de verdad me preocupa es que uno mismo, también, es el rostro difuso en la pesadilla o el sueño de alguien. Si todos los rostros que hemos visto en la vida aparecen como extras en nuestra duermevela, es probable que nosotros, nuestra cara en realidad, haya provocado que un chico se despertase gritando en medio de la noche, o lo que es peor, que hayamos excitado sin querer a una vieja fea.
Ser el figurante en la noche de otro: ése es el verdadero problema de soñar. Haber participado sin querer en el casting de alguien que estaba sentado en un bar cuando nosotros pasábamos por allí. Ahora él nos tiene en su cabeza, puede usarnos para sus pesadillas, para sus romances homosexuales, o para hacer goles imposibles en estadios colmados de nuestro rostro.
De los sueños propios nos escapamos tarde o temprano, eso es fácil; de nuestra novela onírica podemos salir cuando abrimos los ojos, cuando suena el despertador o cuando pegamos un grito en medio de la noche. ¿Pero cómo salimos del sueño de un japonés que nos cruzamos ayer en la Sagrada Familia, y que se volvió a Kioto llevándose nuestras facciones? ¿Qué es capaz de hacer con nosotros ese hombre, en la noche oriental, con nuestra dignidad y nuestros gestos?
Por todas estas razones yo no soy mucho de salir.