Los abrimos a los cuadernos, los olemos, tocamos las hojas con la yema de los dedos, preguntamos: «¿No tendrá este mismo, pero en tapa dura?», hacemos ir al papelero tres o cuatro veces al depósito, decimos «atienda, atienda» si entra alguien, fantaseamos sobre lo que vamos a escribir en ese cuaderno y salimos un rato a la puerta, a fumar y a decidir cuál vamos a comprar.
En la casa de un cuaternófilo hay tres o cuatro cuadernos empezados. Siempre. Ninguno está vacío, siempre tenemos cuadernos escritos hasta la mitad, otros casi nuevos con ideas que parecen geniales de noche y al otro día son una garcha. Esto es lo que menos le importa a un cuaternófilo. Lo bueno es volver, cada dos o tres meses, a la papelería.
La suma de todas las páginas escritas en todos los cuadernos de la vida conformaría la verdadera obra de un escritor. Pero hay dos catástrofes naturales que provocan la pérdida irremediable de los cuadernos: las mudanzas (primero) y después los momentos de rebelión existencial.
Cuando los cuaternófilos nos mudamos, siempre le debemos plata al señor del alquiler. Entonces solemos irnos de noche, metiendo cosas en cajas y decidiendo al tuntún qué va a ser más importante conservar. En esos momentos nos parece más importante una tostadora que un cuaderno, una tele de catorce pulgadas nos parece más útil que otro cuaderno, y así vamos perdiendo la mitad de los cuadernos en las mudanzas.
Los que se salvan de esta primera catástrofe siempre son los últimos, y así descubrimos que hicimos una elección estúpida: hubiera sido mejor conservar los antiguos, los que guardaban información que ya no está en nuestra cabeza. Y entonces retomamos la compra de cuadernos nuevos, para que los que ahora son los últimos se conviertan en los antiguos.
Y cuando de nuevo logramos tener muchos cuadernos, llega la segunda depredadora natural: las rebeliones existenciales. Estas catástrofes ocurren (¡siempre!) en la bonanza económica del cuaternófilo, y cuando llegan… arrasan con todo.
Cuando un cuaternófilo tiene la panza llena, un trabajo estable y coge periódicamente, le importa un carajo la conservación de elementos que reconstruyan su anterior vida de mierda. Entonces, un día, se compra muebles burgueses para decorar el estudio y descubre que se convirtió en un ser minimalista y que a la habitación de trabajo le sobran muchas cosas que, asegura el cuaternófilo, «estoy guardando porque sí».
Y entonces tira a la basura fotos que alguna vez le habían dicho algo, billetes de cien australes que guardaba para mostrarles a sus hijos, diarios de su pueblo donde aparecían recortes de la época en que era campeón de tenis, mails impresos de los tiempos en que los mails se imprimían.
La pareja del cuaternófilo salta de alegría cuando al cuaternófilo le dan estos ataques de rebelión y lo ayuda a limpiar. Es ella, generalmente, la que lo alienta a dar el paso en falso: «A todos estos cuadernos me imagino que también los vas a tirar», dice la yegua.
Y el cuaternófilo, envalentonado por el formateo que está haciendo con su vida, sin que se le mueva un pelo, responde: «Claro, por supuesto, si están ahí para juntar mugre», dice y se siente inmortal.
Esto pasa siempre a las siete de la tarde de un sábado. Alrededor de las doce de la noche el cuaternófilo, puteando al cielo, está en una esquina, en piyama, revisando la basura de todo el barrio y empezando a extrañar, ya no sabe qué, porque no se acuerda, pero extrañando cosas que tiró a la basura. Está enojado y triste, el cuaternófilo, se siente de repente huérfano de sí mismo y, sobre todo, solo. Solo. Solo y sin cuadernos.
A mí me pasó todo esto, todo esto que acabo de contar, desde los diecisiete años. Escribí a medias un montón de cuadernos, todos con alegría momentánea. Y después los perdí, en mudanzas y en rebeliones. Yo sé que, como dice el tango, «es mejor el verso aquel que no podemos recordar». Yo sé, porque no soy estúpido, que en la ausencia de las cosas se exageran su intensidad y su valor.
Pero me gustaría tener todos mis cuadernos, en fila india, de una punta a la otra punta de este estudio, para leerlos y revolcarme de la risa, o para acordarme de qué imbéciles que eran mis amores adolescentes, y qué tontos que eran mis primeros cuentos, o para confirmar que el que escribía esas historias sigue siendo el mismo estúpido que esta noche les está contando esto en la televisión.