Una metáfora frutal
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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La semana pasada se armó un nuevo debate sobre propiedad intelectual, derecho de autor, piratería. Estos debates se empantanan siempre en el mismo punto: cuando se usa la palabra «robar».

Uno dice: «Si te descargás mi película gratis, me estás robando». Y el otro se defiende: «Si te robo el auto, te quedás a pata, pero si me bajo una película, la película sigue ahí». Y otro grita: «Pero te sentás en un sofá que pagaste, con pizzas que pagaste, mirando una televisión que pagaste, a ver mi película gratis. Me estás robando». Y otra vez el debate queda trabado. Y no se avanza.

Yo creo que no se avanza porque nadie encontró una buena metáfora con la que todos estén de acuerdo. Es difícil equiparar cosas que no se pueden replicar (un sofá, un auto, una pizza) con cosas que sí se pueden replicar (una película, o un disco, o un libro).

Tienen razón los que dicen que copiar no es lo mismo que robar. No es lo mismo… Y tienen razón los que creen que su trabajo debe pagarse. Por supuesto que debe pagarse.

Yo me permito aportar al debate una metáfora. Una metáfora nueva que no son tomates, ni pizzas, ni autos. Una vez existió un bien tangible que se podía piratear. Todas nuestras madres lo compraron a fines de los setenta. Se enchufaba y era blanco… Se llamaba «la yogurtera».

La yogurtera era un aparato espantoso que hacía seis yogures solamente usando leche, pero tenías que comprar, sí o sí, un yogur de verdad para poder copiar el sabor de los otros cinco yogures. Ponías en un bol un yogur verdadero y un litro de leche, mezclabas, llenabas los seis vasos y dejabas la yogurtera enchufada toda la noche. Después de eso, tenías seis yogures.

Enfrente de mi casa había un almacén. La almacenera estaba enojadísima con la existencia de la yogurtera. Mi familia, que compraba en el almacén una docena de yogures por semana, pasó a comprar solamente un yogur.

Con ese yogur, y un litro de leche, hacíamos seis yogures. Comíamos cinco y guardábamos uno para volver a hacer seis la semana siguiente.

La almacenera experimentó los cinco estados de dolor: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Primero siguió vendiendo yogures, creyendo que la yogurtera sería una moda temporal. Y no fue una moda temporal. Entonces sintió rabia, y les hizo juicio a todas las familias que tenían yogurtera; pero tener yogurtera no era ilegal.

Entonces le pidió a la Municipalidad un impuesto a las yogurteras para subsidiar su almacén. Pero el barrio empezó a prestarse las yogurteras para no tener que comprar yogurteras caras. Entonces la almacenera se deprimió y empezó a vender yogures vencidos. Mientras tanto, la gente del barrio dejaba un yogur bueno en la ventana para que otros vecinos lo agarraran y pudieran copiar más yogures.

Y así fue que un día la almacenera aceptó que las cosas habían cambiado, se dio cuenta de que no podía seguir igual, y tuvo una idea.

Esa idea fue maravillosa: les puso pedacitos de fruta a los yogures que vendía. Pedacitos de durazno. Pedacitos de pera. De frutilla.

Me acuerdo muy bien de ese día. Mi mamá nos preparó —como cada mañana— los yogures clonados, los clásicos de la yogurtera, sin nada adentro, pero nosotros queríamos yogures saborizados.

Y los saborizados no se podían multiplicar.

Y entonces volvimos a comprar yogur, y la yogurtera quedó arrumbada en el garaje. Y hoy nadie se acuerda de la yogurtera.

Esta es solamente una metáfora, pero me parece que sirve. La industria está todavía en la etapa de la depresión. Quejándose, quejándose todo el día… Le falta solamente aceptar que los tiempos cambiaron, y darle a su negocio un toque sutil, un toque talentoso, de fruta fresca.

Hernán Casciari