No puedo decir «lo lamento, Luis, dentro de seis meses voy a estar engripado, o me va a doler mucho la muela». Yo estoy programado para la mentira automática, para la excusa contra reloj. Estoy muy capacitado para explicar por qué no fui a donde había prometido ir, o por qué no iré a tal compromiso mañana, o el sábado próximo. Pero no se me ocurre nada cuando Luis Rull me dice que tengo que hacer algo seis meses más tarde.
También le dije que sí (debo ser sincero) porque con Cristina teníamos la necesidad —urgente— de regresar a un restaurante de Sevilla que se portó muy bien con nuestros estómagos el año pasado.
Entonces, como el 16 de noviembre era una utopía, algo lejano y confuso al final del calendario, acepté la invitación de Luis. Lo hice en abril, y me quedé muy tranquilo. Después, como pasa siempre, llegó el verano.
Viajé; me relajé.
Me olvidé completamente del compromiso asumido con Luis Rull. Entonces una tarde, una tarde espantosa de hace mes y medio, recibí un correo en el que Luis me pedía un título y una síntesis para la conferencia, porque había que empezar a hacer difusión.
Ese correo me tomó por sorpresa. Yo no tenía la menor idea de lo que me estaba hablando Luis. No tenía la menor idea de quién era Luis. Por suerte el Gmail guarda las conversaciones, y entonces, investigando un poco (es decir que escribí «rull» en el buscador), descubrí que siglos atrás, en un lejano país, yo le había dicho que sí a algo a este buen hombre.
Y ese algo tenía que ver con un esfuerzo muy complicado, tendiente a salir de casa, ponerme un pantalón largo, peinarme… Un compromiso inminente, además, que ahora sí yo estaba dispuesto a cancelar con las excusas automáticas de toda la vida.
Me dispuse entonces a escribirle a Luis, para contarle un gravísimo problema con mi abuela materna (iba a usar palabras muy técnicas, como glaucoma y neuropatía), pero mi mujer, que siempre está ahí cuando yo estoy a punto de mentir, me recordó que en Sevilla estaba ubicado aquel restaurante donde servían esos boquerones tan ricos que nunca pudimos olvidar.
Y aquí estoy, entonces: dando una charla.
Cuento esta intimidad (como prólogo) porque ustedes tienen derecho saber que van a escuchar a un tipo que está sentado acá por gula, en primer término; y por la pereza que causa decir que no a los compromisos lejanos. Dicho esto, hablemos por fin de la inminente muerte del blog.
*
El día 2 de junio del año 2005, en Estados Unidos, asesinaron por primera vez a un blogger. Como en esos tiempos los blogs todavía estaban de moda (ni Twitter ni Facebook habían dicho presente) entonces la noticia apareció en la prensa. Y yo la conté también en Orsai, en una historia llamada Los bloggers muertos no van al cielo.
En aquellos días de 2005 los blogs todavía eran una especie de revolución. La prensa los adoraba, les inventaba virtudes. Como por ejemplo la virtud de resolver un crimen. Hoy ya no ocurre esto.
Si por ejemplo mañana asesinaran a un blogger, la prensa no se haría eco del asunto. Porque los blogs han dejado de estar de moda. Hoy habría que dejarse asesinar en Facebook, para que apareciera la cuestión en los periódicos.
Y justamente de este asunto trata esta breve charla. De la esperada, y necesaria, muerte de los blogs. De la paulatina, y mucho más necesaria, muerte de los blogueros.
Para empezar, quiero decir que yo no creo (y lo digo con la mano en el corazón) que ninguno de ustedes sea bloguero, ni tampoco blogger. Tengo pensado hablar muy mal de toda esa gente, y quiero congraciarme con el público antes de comenzar. Ustedes, para mí, no son blogueros, ni son bloggers.
Las dos palabras son horribles, pero en castellano suena todavía peor. Blogger por lo menos tiene doble consonante, y eso le da un cierto lejano (y falso) prestigio. Pero bloguero, en español, se parece a un insulto tropical. No me cuesta sospechar a una madre cubana, o dominicana, diciéndole así al vago de su hijo:
—¡Pero no sea usted bloguero, hijo mío, levántese y vaya a trabajar!
La sensación que da la palabra bloguero, y también blogger, es la de una persona que no ha encontrado todavía qué tiene para decir en Internet. Es una palabra hueca, vacía de oficio. Una palabra desapasionada y triste.
Hace ya bastante tiempo creí descubrir que la primera gran división entre los usuarios que utilizan la herramienta blog es la siguiente: por un lado, había personas que utilizaban la herramienta llamada blog por una razón puntual (la necesidad es anterior a la emergencia); y por el otro lado, había personas que poseían un blog pero todavía no sabían para qué lo necesitaban (la emergencia, anterior a la necesidad).
En el primer grupo (el minoritario) siempre fue un error conceptual llamar a estos usuarios «bloggers». Se llaman, cada uno, del modo que se llamaban antes de utilizar un blog: poetas, informáticos, estudiantes, periodistas, estudiantes de periodismo, fotógrafos, retocadores de fotografías, columnistas, monologuistas, narradores, arquitectos, novelistas, humoristas gráficos, etcétera.
En el segundo grupo (que hasta ayer era el mayoritario) sí hacía falta una definición. Y entonces «blogueros», o «bloggers», pudo ser una de ellas. Se trataba de personas que utilizan las herramientas porque existen las herramientas. Ya después verían qué hacer con ellas. Como ocurre ahora con otras modas.
Por eso digo que nadie, en esta sala, es un bloguero. Estoy seguro de que todos ustedes tienen algo para decir, algo para ofrecer, algo interesante para generar en Internet. La mayoría de ustedes genera contenidos. Y si hoy están aquí, es porque supongo que les gusta hacer lo que hacen. Y me imagino que así lo vienen haciendo desde mucho antes de la aparición de Internet.
A mí me pasa un poco lo mismo: soy escritor desde los nueve años, porque ésa fue la edad con que escribí mi primer cuento a máquina y alguien lo leyó. Y soy periodista desde los trece, porque a esa edad me publicaron una crónica de mil quinientos caracteres —sobre básquet—en el diario de Mercedes.
Desde que tengo memoria, cuando me preguntaban cuál era mi oficio yo decía escritor, o decía periodista. Así lo dije a los 15 años, a los 17, a los 23 y a los 30; siempre con la misma seguridad, con la convicción de no estar mintiendo.
Desde hace un cuarto de siglo vengo utilizando (para escribir mis cuentos y mis crónicas) las diversas herramientas de escritura que me proponen los tiempos: lápiz, cuaderno; tiza, pizarrón; bolígrafo, carpeta; máquina de escribir, folio A4; máquina de escribir eléctrica, folio carta; ordenador 286, wordperfect 5.0, formulario contínuo, impresora de chorro. Etcétera.
Nunca, en todo ese tiempo, a nadie se le ocurrió bautizarme cuadernero, ni pizarronero, ni carpetero, ni olivetero, ni wordperfectero, ni impresor de chorretero.
El siglo veinte era maravilloso: no importaba dónde escribieras, ni en qué soporte; siempre serías un escritor.
Pero a finales del año 2003, intentando mantener mi equilibrio cotidiano con el progreso, empecé a escribir una novela online, y en lugar de utilizar un cuaderno, o una pizarra, o un bolígrafo, o una olivetti… utilicé un blog.
Desde ese día suena el teléfono en casa y la gente pide hablar con un bloguero. Desde entonces sale mi nombre en la prensa precedido por la palabra blogger. Y me hacen preguntas sobre blogs, y no sobre lo que escribo. Y me pagan para que componga blogs, sin importar lo que en ellos redacte. Y me invitan a dar charlas en el Evento Blog, con todo pagado, y me alojan en un hotel fantástico, y me dan de comer.
Es decir, una vida de mierda.
Años enteros, quemándome las pestañas para ser un escritor, o por lo menos un cronista de mi tiempo, un observador de la realidad que redacta cuentos en la bohemia de la noche; y a la mitad de ese camino maravilloso viene alguien y me pone en el lomo una etiqueta absurda que, hace ya cinco años, estoy intentando despegarme de la espalda.
Bloguero.
Y las preguntas ya no son «¿cuál será tu próxima novela?», o «¿qué nuevo cuento está usted pensando ahora señor Casciari?». No señor. Las preguntas son: «¿Es tuyo el blog del perro que habla?» o también: «¿Tenés pensado abrir otro blog?».
Durante los primeros dos años, como un estúpido, contesté estas preguntas porque suponía que se trataba de una cuestión pasajera. Pero al tercer año, en el 2006, me cansé de recibir siempre los mismos cuestionarios de la prensa, y de contestar idénticas preguntas en las radios. También en Orsai hablé alguna vez sobre ese tema, en un artículo llamado Los problemas de evitar el copy-paste. La prensa no quería de mí respuestas originales, sino frases corrientes que certificaran «la revolución de los blogs».
Aquello era el año 2006, y todavía en los periódicos a alguien le interesaba esta revolución. Cada vez a menos periódicos, es verdad, pero todavía quedaba alguno. Toda la catarata de medios que años atrás me insultaba por teléfono llamándome bloguero, de a poco empezaba a mermar.
En 2004 la prensa empezó a apostar por la tendencia, y la llamó justamente así: «La revolución de los blogs». Pero en 2006 las cosas cambiaron un poco para bien, y entonces la palabra ya no era revolución, sino fenómeno. Se corrigió el primer error y se llamó a la cosa «El fenómeno de los blogs». En ese año empecé a sentirme un poco mejor, porque entendí que el asunto había empezado, lentamente, a pasar de moda.
Muy pocos se dieron cuenta de la diferencia entre esas dos palabras. Pero yo lo noté enseguida, porque estaba esperando que ocurriese la debacle. Supe que era un muy buen síntoma que algo pasara de ser una Revolución a ser un Fenómeno. Era como si, de repente, el Che Guevara, a punto de libertar Cuba del yugo capitalista, decidiera unirse a un circo ambulante y disfrazarse de payaso.
Los blogueros ya no eran revolucionarios, sino fenómenos. Lo decía la prensa. Y entonces el blog, esa palabra tan espantosa, comenzaba felizmente a morir junto a su incesante ejército de blogueros.
Desde hace un año, o un poco más, toda la gente que se autodenominaba bloguero, o blogger (es decir, aquellos que no habían tenido la suerte de conseguir un oficio dentro de Internet) se pasaron alegremente a las nuevas tendencias en boga.
Se está produciendo ahora mismo esa desbandada. Gracias a dios, la gente que no tiene nada para decir ahora lo dice en Twitter y en Facebook. ¡Ah, qué tranquilidad, qué descanso! Ya no son blogueros, sino twiteros o algo parecido.
Gracias a dios y a la virgen santa, los medios de comunicación tradicionales empiezan a hablar ahora de «La revolución de la Web Social» y ha dejado de preocuparse por los blogs, ha dejado de generar titulares, ha dejado de importarle el asunto, ese asunto que dos años antes era capaz de solucionar hasta los crímenes que ocurrían en California. Ahora, según la revista Wired, un pasquín ridículo pero muy prestigioso, los blogs son una moda del año 2004.
Me alegro muchísimo, de verdad.
De aquí a uno o dos años, quedarán en pie únicamente los blogs de las personas que tengan algo para decir; pero rebautizados como lo que al fin y al cabo son: páginas y sitios en Internet. El blog perderá su nombre técnico, perderá su contrapeso revolucionario, será una costumbre natural para los que tengan cosas que decir, cosas que hacer, cosas que ofrecer en la Red.
El objetivo de esta breve charla, que ahora concluye, ha sido hacer una apuesta a corto plazo. Y me reafirmo en ella. Apuesto a que morirá —en uno o dos años, como mucho— la noción de que un blog es un género, porque esto le ha hecho mucho mal a la creación natural de contenidos.
Un blog es una herramienta de trabajo, nada más. Y no es revolucionaria ni es fenomenal. Es útil para el que tenga algo que decir. Para lo demás, habrá siempre nuevas modas.
De aquí a dos años, si Luis Rull y sus socios me invitan, estaré otra vez en esta sala, y seguramente también estarán aquí ustedes, que no son blogueros sino generadores de contenidos, y entre todos haremos el velatorio del blog, el duelo del blog. Festejaremos su muerte mediática y su nacimiento real.
Y un rato después, sin lastres, sin presiones, sin revoluciones tecnológicas, nos pondremos a trabajar, como siempre, en nuestras obsesiones primarias. A trabajar y a mejorar nuestros oficios de fotógrafos, divulgadores, profesores, escritores, periodistas, poetas, informáticos, arquitectos, estudiantes, humoristas, diseñadores, empresarios, monologuistas y comunicadores.
Apuesto a la muerte de la herramienta en manos de revolucionarios, y de fenómenos, y de la manipulación de los modernitos sin oficio conocido. Apuesto a la normalización y a la costumbre. Apuesto a que, una vez desaparecido el san benito de la revolución, el formato surgirá con tanta fuerza que será invisible, útil y cotidiano.
Apuesto a que entonces sí, por fin, prevalecerá el talento.
Esta ha sido la transcripción de una conferencia brindada ayer, 16 de noviembre, en la clausura del Evento Blog 2008, que se llevó a cabo en Sevilla. En ella leí también fragmentos de dos historias de Orsai que no reproduzco en el texto, pero sí enlazo al original. [Recojo también el video completo de la charla (36 minutos)].