Yo apostato, tú apostatas, apostatemos
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Apostasía es la nueva palabra de moda del progre europeo, y también el más moderno temor de la Iglesia Católica. 

El mes pasado, más de un millar de italianos enviaron peticiones para que sus nombres fueran borrados de los registros bautismales. El verbo apostatar, que como neologismo es antiguo y como vocablo más bien feo, ya se conjuga en la prensa del mundo: fulano apostató ayer, mengano se ha declarado apóstata, nosotros quizá apostatemos el viernes. La carrera hacia la apostasía parece ahora imparable: en la terna del esnobismo, ya está cabeza a cabeza con leer a Houellebecq o no tener televisor en casa. 

«¡Te obligan a pertenecer a una Iglesia en la que no quieres estar!», gritan por las calles los candidatos a apóstatas. Parecen felices de haber encontrado otra cruzada por la cual luchar, después de que Japón asesinara a las ballenas del mundo. Y la Iglesia no se queda atrás en el juego: ¿qué sentido tendría borrarlos, sin más, de la lista de creyentes fervorosos? No señor, la sensatez se hunde en los extremos. El Arzobispo de Valencia ha dicho estos días, para avivar un fuego congelado, que «la Iglesia no es un club en el que uno pueda darse de baja» y enseguida aseguró que se le dará «acuse de recibo» a todos los petitorios de apostasía, pero nada más: «Si quieren un documento más serio que lo busquen en el despacho de un abogado, pero no en la Iglesia».

Fue decir esto y, en minutos, aparecieron en la escena del circo el Tribunal Supremo de Justicia de España y la Agencia de Protección de Datos de la Comunidad Europea. ¡Todos a discutir, hala, junto a obispos en funciones y a bautizados rebeldes! Con qué alegría conjugan ahora, los diferentes actores de la comedia, el nuevo viejo verbo en sus más disparatadas derivaciones: vosotros apostatasteis, él apostata mañana, te apóstato diez euros a que Dios existe. 

En el fragor dialéctico, ni siquiera comprenden que el debate es sobre un asunto simbólico: el hecho es que un sacerdote, hace muchos años, ha bautizado a un niño, por decisión de los padres de la criatura. Y ahora resulta que aquel bebé, ya grandulón, desea que no queden registros de la metáfora. Solo para la Iglesia tiene sentido litúrgico esta ceremonia. Si al apóstata le parece absurda, que la olvide. Qué fatuo resulta el progre moderno, el progre aburrido, metiéndose en estos berenjenales de la fe. Y qué torpe, porque no comprende que hacer hincapié sobre una insignificancia solo logra darle, al asunto, la trascendencia que su enemigo pretende.

Hernán Casciari