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Pausa
El final de una adolescencia tardía
A sus veintiséis años, el autor vivió un tiempo en la casona de su temible abuelo Marcos y allí escribió algunos relatos que salen a la luz por primera vez. Para Casciari empezaban doce meses alucinantes tras los que acabaría convertido, ya sin retorno, en un escritor. Para su abuelo comenzaba el último año de su vida.
Dos veces, y no una, mi abuelo materno me ayudó a ser un escritor. Y las dos veces su intención fue convertirme en un títere. Ahora que el hombre ha muerto soy capaz de escribir sobre el asunto con menos tacto, y puedo recordar —creo que sin rencor— el año surrealista que viví en su casa de San Isidro, esas noches en las que él me encerraba en la cocina con candado para que no saliera al patio a fumar; o las otras noches, todavía peores, en que revisaba mis cuentos y me tachaba con lápiz rojo las ideas inmorales.
Mi abuelo Marcos aseguraba que ningún hombre adulto era capaz de tener recuerdos anteriores a los seis años. Entonces redacté todos mis recuerdos de la primera infancia, desde los dos años hasta los seis. Esta ese la primera parte.
Mi abuelo Marcos aseguraba que ningún hombre adulto era capaz de tener recuerdos anteriores a los seis años. Entonces redacté todos mis recuerdos de la primera infancia, desde los dos años hasta los seis. Esta ese la segunda parte.
A su regreso de México, mi amigo Comequechu nos contó una historia. Dice que va paseando, con su mujer y su hija, por las calles de Jalisco y entonces descubre, a dos pasos, la imponente Universidad de Guadalajara. En la puerta hay un cartelito con información para turistas, y lee que allí están los bustos de todos los ganadores del premio Juan Rulfo de literatura, que concede esa casa desde 1991. Sin dudarlo, arrastra a su familia por los pasillos. «Vamos a ver el monumento a Cayota», les dice.
Ya de entrada caí mal parado. Vine al mundo justo el año en que todos éramos más pobres que de costumbre, cuando hasta los ricos y los catinga estaban también con hambre. A esa época después la iban a bautizar como el tiempo del quita y pon. Nací justo el año que el Gobierno mantuvo a la gente ocupada con el azadón para evitar los alborotos. Todos hacían trabajo inútil: los cabeza de familia, sus mujeres, y los hijos de ocho en adelante. Yo no hacía esos trabajos porque estaba recién nacido.
Once de la mañana, comedor de la casa de Alex. Los dos amiguitos, de cinco años, miran el Disney Channel sin ganas, mientras toman el Nesquick. Lucas hojea una revista y pone mute intempestivamente con el control remoto.
De noche, cuando en casa mi vieja duerme, salgo a lo oscuro y me escondo atrás de un zaguán o de una enredadera o del baldío de Suárez. Cuando aparece una (puede que me pase dos horas esperando, porque en Mercedes de noche no andan mujeres), sea linda o sea fea, le tapo la boca con la mano y la arrastro hasta el terrenito que está pasando DuPont.
Cuando se abre el telón Alex y Lucas ya están en el centro de la escena, conversando sin mirarse. No tienen más de cinco años cada uno. Están en el arenero de un espacio público, rodeados de baldecitos, moldes y juguetes.
Diez de la mañana. Alex y Lucas están haciendo monigotes de arcilla en la mesita de Sala Verde, supervisados a veces por la señorita Claudia, y otras veces solos. Los demás niños, en grupos de a dos, hacen lo mismo en otras mesas.
Lucas y Alex juegan en la placita del Hospital, bajo un sol radiante. Cada uno en un extremo del subibaja, conversan al ritmo del ir y venir de sus cuerpos. Tarde de miércoles en Mercedes.ALEX.- Estoy medio confundido, Lucas: ayer se me paró el pito, pero no sé si asustarme o ponerme contento.