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Pausa
Hay una clase de gente que cuenta chistes, que sabe chistes. Saber chistes es muy fácil; te metés un rato en Internet y te aprendés noventa. Pero saber contar chistes es otra historia. Yo no sé contar chistes, y le tengo un miedo espantoso a la gente que piensa que sabe. Le tengo más miedo a eso que al cáncer de próstata.
«Un programa de televisión humilla y alarma a poblaciones indígenas para hacer una broma solidaria», titulaba, con letras de molde, un periódico digital español el jueves pasado, y mostraba imágenes de niños correntinos llorando cuando un actor, disfrazado de empresario canadiense, fingía mandar a una topadora a borrar del mapa un colegio, o expropiar unas tierras.
¿En qué se parece Racing a Pinochet? En que los dos llevan gente a los estadios para torturarla. Esto, técnicamente, es un chiste. Pero hay veces en que el humor resulta refrescante para un grupo, pero ofensivo y doloroso para otro.
En las últimas semanas la prensa española se hizo eco de las incidencias, detalles y comidillas del último fenómeno de la televisión argentina: «Gran Cuñado».
Hace algunos días Natalia Méndez, una editora de libros infantiles que suele leer Orsai, preparaba un trabajo universitario y encontró —en la página cinco de una efímera publicación que se llamaba Humi, fechada en septiembre de 1982— un chiste firmado con mi nombre y mi apellido. Con generosidad, Natalia escaneó la página y me la envió por correo, sin saber que, al hacerlo, alumbraba un recuerdo que había estado escondido y a oscuras, en el sótano de mi memoria, durante veinticinco años exactos.
Hay cientos de países en el mundo en donde la gente no se besa de la forma que lo hacemos aquí. Ni labios ni mejillas. En algunos sitios se entrechocan las narices, en otras partes se lamen el cuello, y en ciertas regiones de Oceanía se meten un dedo en la nariz para saludarse y lo quitan para despedirse. Sin embargo, en el reparto a mí me ha tocado España, un país en donde la gente se besa con los labios en las mejillas. Se besan todos, menos yo.
Hoy en el hospital toca revisión de los dientes. Es una cosa muy aburrida que ocurre una vez por trimestre y nos obliga a hacer una larga fila por el pasillo y quedarnos allí, parados o sentados, hasta que una enfermera nos llama por nuestro nombre. Casi dos horas de tiempo muerto. No puedo irme, pero tampoco puedo hacer lo que hago siempre, porque estoy esperando. El hombre, cuando está aburrido y en público, actúa diferente que cuando está aburrido y en casa. Por ejemplo, hace círculos en el suelo con la punta del zapato, cosa que no haría jamás si estuviera solo.
Los días aquí dentro son muy parecidos. No idénticos como las trillizas de oro, sino similares, como Penélope y Mónica Cruz. Algunos son más largos que otros, o más lentos, o más claros; pero al finalizar la semana no los puedes distinguir del todo. ¿El día que he estado constipado ha sido el martes o el jueves? ¿La tarde del lunes fue cuando lloré, o la del viernes? Los días, cuando estás encerrado, comparten el mismo ADN. La cadena genética de los días está compuesta por un treinta por ciento de aburrimiento y un setenta por ciento de agua (o coca cola, es lo mismo).