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Pausa
Durante todo el fin de semana tuve un forúnculo en el cachete derecho del culo. Me dolía cuando me sentaba, me dolía cuando me paraba, cuando me acostaba. Me dolía.
Cuando mi hija cumplió diez años me pegué un susto tremendo. De repente le aparecieron sustantivos nuevos en la boca y la habitación se le llenó de pósteres de cantantes en cuero.
Esto me pasó a finales de 2002. Yo estaba en Madrid, hacía menos de un año que vivía en España, y ya extrañaba un montón Buenos Aires. Tenía un trabajo nocturno bastante aburrido, y esa noche me estaba yendo a trabajar. Eran las dos de la madrugada. Iba tranquilo por la calle, escuchando música con los auriculares. Escuchaba tango, porque cuando vivís en Europa y es de noche siempre escuchás tangos para sentirte peor.
¿Qué clase de muertos son los fantasmas, que aparecen por las noches tapados con sábanas blancas y se alejan en zigzag, a trompicones, dando alaridos o cantando? Es extraño que nadie lo haya notado antes: los fantasmas son alcohólicos muertos que regresan por un poco más de alcohol.
Los hombres somos una colección de errores y desatinos. Somos el corcho blanco de poliestireno donde el coleccionista pincha sus insectos disecados más comunes: el miedo, la indiferencia, el egoísmo. Y también sus bichos muertos inhallables: el amor, la cortesía y la serenidad.
Aquí dentro, en el hospital, vienen doctores, enfermeras y enfermitos; los martes y los jueves también hay visitas de madres, amigos, hermanos y hermanas; los sábados casi siempre llegan fontaneros, lampistas y albañiles. Pero solo una vez cada año, y sin decir nunca cuándo, aparece el Justiciero.
El miedo es un animal dormido que tengo dentro, un animal blanco y desconfiado (parecido a un oso polar) que duerme de día y se despierta de noche. Mi miedo se despierta cuando hay relámpagos en el cielo, o cuando chirría el portón del patio, o cuando la sombra de la ropa mal doblada se refleja en la pared con la forma de mi padre. Su perfil, su mano en alto, su boca abierta.