Desde que se fue el Nacho los ingresos son los mismos pero duran menos. Estamos despilfarrando y no sabemos en qué. El colmo fue ayer, domingo, que no teníamos ni un peso para comprar el pan del almuerzo.
Ya estoy cansada de escucharlos putear día y noche, a mi marido, a mi suegro, a los chicos... Son unos bocasucias. ¿No hay otras maneras de decir las cosas, digo yo? No se puede ir puteando por toda la casa a cualquier hora. Pero es en vano que les diga nada, porque la culpa no es de ellos, es de los tiempos.
El Nachito llamó anoche desde Bariloche. Dice que extraña, que están sobre la pista de la mamá de la Luchía; me dice que está enamorado... Cuando colgué el teléfono, será porque estoy sensible, me senté en el sillón a llorar un poco. No de tristeza ni nada; son esas cosas que a veces hace una y no sabe por qué.
La Sofi entró a la cocina mientras yo estaba machacando las milanesas contra la mesada y me soltó la pregunta sin preámbulos, mirándome a los ojos: «Má, ¿a vos a qué edad te desvirgaron?».
La noticia la trajo a la mesa la Sofi, que es mandada a hacer para descubrir secretos ocultos del Caio. Nos dijo que lo escuchó al hermano confesarle por teléfono al licenciado Mastretta que la cosa que más miedo le daba en el mundo seguía siendo la Canción de Pinocho Malherido.
Don Américo volvió de Europa muy cambiado, casi humano. Hace ya unos días que llora en un rincón, arrepentido de haber tratado tan mal a su esposa. No sabíamos qué hacer, hasta que la Negra Cabeza, que es medio bruja, dijo que podíamos invocar a mi suegra, la finada doña Franchesca, para que el Nonno le pidiera perdón.
El Zacarías y yo tomamos mate. Siempre. A cualquier hora. Las veces que estuvimos a punto de separarnos, las veces que llegó un hijo nuevo a casa, cuando lo echaron del trabajo, cuando Argentina salió campeón del mundo, cuando se cayeron las torres gemelas. Cuando murió mamá...
Desde hace una semana que vengo con una duda que me carcome los huesos. Pero hubo tanto ir y venir con el tema de las Fiestas, el viaje del Nonno, la llegada de la Luchía, las vacaciones del Nacho, etcétera, que recién ahora puedo sentarme otra vez en casa y mirar a mi alrededor. Ayer al mediodía llego a la cocina y le pregunto a mi marido sin preámbulos:
Luchía nos dejó la casa llena de alegría y dibujos. Nos llenó de besos, de acento milanés, de cariño, y se fue a la Patagonia a buscar a su madre, a la que no conoce. El Nacho, enamorado como nunca lo vi en mi vida, se fue con ella.
Cuatro días, once horas y seis minutos le duró al Zacarías la pérdida de su propia identidad. Lo que más me preocupaba a mí ya no era la amnesia propiamente, sino la deshidratación. Andaba vestido de Papá Noel con cuarenta grados a la sombra el pelotudo, y no había manera de convencerlo de que se pusiera algo rojo (si le daba la gana) pero livianito.