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Pausa
No me gustan las escenas de amor en público por algo que le pasó a un amigo de la escuela a los doce o trece años. Se llamaba Gastón Cupi y me encantaba que me invitara a tomar la leche a su casa: era siempre una aventura. En mi casa todo era normal; Chichita y Roberto eran bastante adultos, o habían madurado pronto, y yo no les podía hablar de cualquier tema, ni mucho menos hacerles cierta clase de chistes. En cambio los padres de Gastón Cupi todavía no habían madurado tanto, eran viejos de treinta y pico pero parecían más jóvenes.
Tengo cuarenta y cuatro años y hace más de cuarenta que el fútbol no me importa. Empezó a no importarme cuando mi padre me dijo, en 1974, que su única ilusión era ver los mundiales acompañado. Yo tenía tres años y solamente buscaba un cosa en la vida: temas para conversar con él. Si mi padre hubiera dicho «mi ilusión es que te gusten los carros de combate alemanes de la marca Panzer», hoy miraría documentales sobre la Segunda Guerra y escribiría cuentos bélicos. Pero no fue así.
Escribo esto la tarde del veintisiete de octubre de 2014, mientras espero que Mauro se olvide de pagar la cuota trienal del dominio Casciari.com. No creo que ocurra, porque es un tano muy despierto y metódico, pero por las dudas tengo la tarjeta de crédito a mano. Ya hice guardia vana en 2008, en 2011 y me toca de nuevo hoy. Pero esta vez no estoy solo en la trinchera: me acompaña mi hija.
A esta novela no recuerdo haber escrito nunca. Claro que la escribí yo, pero no me di cuenta, hasta hace unos meses, de que aquel montón de historias podían ser una sola.
Hay un segmento en el canal EuroNews en el que ofrecen diversas noticias del mundo con imágenes y audio original, sin locutores ni entrevistas. Es un experimento informativo estremecedor que nos acerca a las realidades del mundo desde lo sensorial.
En la infancia yo siempre arruinaba las fotos. Todas las fotos. A los tres años empecé a desarrollar esta patología extraña, perversa, fruto de algún complejo o trauma no resuelto.
De pronto yo estaba en el hogar donde pasé la adolescencia; lo supo primero mi nariz. Los ojos se acostumbran tarde a la penumbra, pero mi olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de la casa de la calle Treinta y Cinco.
El doce de septiembre del año dos mil noventa y ocho Woung viajará por segunda vez en el tiempo. Siempre, desde chico, había querido conocer a su tatarabuelo, porque Woung también es escritor, un joven escritor de veintitrés años.
La última vez que había estado en Argentina no existía mi hija. Cinco años después volvía a pisar el país, y no existía mi padre.