Ayer en la sobremesa el Nacho y la Luchía nos dijeron que no pensaban casarse, que no les hacía falta, y yo me sorprendí de mí misma cuando les dije «me parece bien». Siempre sospeché que estaba en contra de que la gente se junte, sin papeles, pero a esta altura de la vida me importa un pepino, mientras el nene sea feliz.
—A veces la miro —me decía el Nacho hace un rato— y pienso que en la panza tiene algo nuestro. Una criatura... Algo que va a atarme al mundo para siempre. Y eso me gusta... Pero también me da un escalofrío, porque no sé cómo es estar toda la vida con la misma persona.
Nadie en esta familia creyó nunca en el Caio, y mucho menos en su don artesanal. Esa es la verdad. Lo dejábamos hacer soreting porque pensábamos que ya crecería, pero nunca sospechamos que podría llegar a nada serio.
Desde el sábado a la noche estamos en Lago Puelo. Ayer a la tarde, tirada en una reposera mirando el cerro, trataba de acordarme cuándo había sido la última vez que estuve así, panza arriba y sin pensar en nada. Y descubrí que ya pasaron quince años desde mis últimas vacaciones en serio.
Estamos presos. Pero eso es lo que menos nos importa. Lo que importa es que estamos cagados de miedo, porque acabamos de pasar la noche más extraña de nuestra vida. En vez de la llamada de rigor, le pedí al sargento que me deje usar internet para mandarles a ustedes este mensaje.
El Caio está enojado consigo mismo y con el mundo, sin ganas de nada, porque acaba de descubrir que Mercedes no es única en el mundo. La primera información le llegó ayer por la mañana, cuando desayunamos en el centro de Azul antes de seguir viaje con «El bólido» arreglado.
Los hombres son vagos, maleducados y medio pelotudos, pero a la hora de armar algo con motor se redimen y nos conquistan. Yo siempre pensé que deberían vivir adentro de un taller mecánico. El esfuerzo que hicieron ayer los varones Bertotti y los vecinos del barrio no tiene nombre. Bueno, sí, tiene nombre: le pusimos «El bólido rojo», y con eso estamos recorriendo el país desde esta tarde.
Nos vamos al Sur, de vacaciones imprevistas. Mientras escribo esto, a las apuradas, Zacarías está en el teléfono averiguando horarios de ómnibus. Don Américo está en su habitación haciéndose la valija y cantando canzonetas felices. El Caio y la Sofi, incrédulos todavía, sonrientes, con los cachetes colorados, no pueden entender que van a conocer la nieve.
La Negra Cabeza tiene los días contados en casa, porque ya se está pasando de castaño oscuro. Y no es solamente porque sea media bruja y crea en todas las supersticiones (yo también soy creyente): el problema es que es exagerada con sus manías de la mala suerte, y además viene con las tradiciones paraguayas, que son completamente distintas que las de acá.
Adela González, mi mamá, se recibió de maestra normal en el treinta y nueve, cuando las mujeres se quedaban en su casa y casi no leían un libro en toda su vida. Ejerció diez años solamente: hasta que se casó. Cuando nací se dedicó a criarme, y después a Francisco, mi hermanito, que en paz descanse. A los dos nos enseñó a leer y a escribir, mientras mi padre trabajaba en la imprenta.