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Pausa
El otro día mi hija me preguntó cómo había que hacer para escribir una poesía, y entonces le improvisé un reglamento de diez pasos fundamentales. Le dije: «Nina, escuchá muy bien este decálogo para ser un poeta».
Cuando cumplí diez años me regalaron el juego de química. No era un juguete como todos los anteriores que yo había tenido, es decir, no era un juguete de una pieza: el juego de química tenía alrededor de doscientas pelotudeces, una más peligrosa que la otra. Tubos de ensayo, pócimas de colores, un microscopio de verdad y hasta un cuchitril para prender fuego igualito al que tengo ahora de la fondiú.
Mi pueblo natal se llama Mercedes, está en una llanura verde de la provincia de Buenos Aires y cuando lo miro con el Google Maps tiene la forma exacta de dos alegrías que perdí: mi adolescencia y mi padre. Cuando me hice grande, a los veinticinco, Mercedes dejó de fascinarme y fui de visita cada vez menos; cuando murió mi papá, en 2008, dejé de ir para siempre.
Mi pueblo natal se llama Mercedes, está en una llanura verde de la provincia de Buenos Aires y cuando lo miro con el Google Maps tiene la forma exacta de dos alegrías que perdí: mi adolescencia y mi padre. Cuando me hice grande, a los veinticinco, Mercedes dejó de fascinarme y fui de visita cada vez menos; cuando murió mi papá, en 2008, dejé de ir para siempre.
El gran terror de mi vida es no saber cuándo voy a ser, por fin, desenmascarado. Es mi terror recurrente: estar expuesto a que las personas que me sospechan inteligente, o mundano, o simpático, o capacitado para alguna tarea compleja descubran la verdad: descubran que soy un imbécil.