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Pausa
El doce de septiembre del año dos mil noventa y ocho Woung viajará por segunda vez en el tiempo. Siempre, desde chico, había querido conocer a su tatarabuelo, porque Woung también es escritor, un joven escritor de veintitrés años.
La última vez que había estado en Argentina no existía mi hija. Cinco años después volvía a pisar el país, y no existía mi padre.
Tengo infinidad de recuerdos infantiles alrededor del tema. Elijo uno al azar. Una vez, en un recreo, alguien notó que yo tenía tetas. Y otro, que estaba en el mismo grupo, dijo: «Tenés suerte, Gordo, podés tocar una teta cuando quieras». Me lo dijo de verdad, no era un chiste. Esa mañana yo tenía siete años y estaba enamorado de Paola Soto. A la noche me miré al espejo y me pregunté cómo era posible tener más tetas que el amor de mi vida. No me pareció bueno experimentar el romanticismo en desventaja.
Las imágenes violentas que ocurren en las escuelas del mundo se ven, ahora, por la tele: un alumno italiano manosea a su profesora ante la burla cómplice de sus compañeros; dos chicas, en un aula de México, se golpean hasta sacarse sangre (pero ninguna llora); una docente argentina lleva el pelo en llamarada mientras un estudiante escapa, encendedor en mano...
Anoche le contaba a la Nina un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo: "No importa. Que lo llamen al papá por el móvil".
Fría mañana de sábado en Mercedes. En la vereda oeste de la casa velatoria Rossi un pequeño grupo de personas fuma en silencio y hace tiempo para entrar. En el interior de la sala hay otros corrillos, otros grupos, que conversan en voz baja de espaldas a un ataúd donde reposa el cadáver de un viejo. Casi todos los concurrentes son personas mayores vestidas de negro. Por eso destacan, junto al féretro, dos niños de cinco años. LUCAS acaba de llegar. En cambio ALEX está allí desde temprano.
Cuando nació la Nina no tuve ganas de escribir sobre otra cosa que no fuera el descubrimiento de la paternidad. Yo mismo notaba, en los ojos de todos, el cansancio de mi discurso baboso. En Orsai intenté controlarme, y prometí que sólo escribiría sobre el tema los días veinte de cada mes, y así lo hice durante el primer año. Después conseguí calmar el borbotón, al menos de puertas para afuera. La semana pasada Nina cumplió cuatro años, y hoy casi somos día veinte... Es un buen momento para volver sobre el asunto.
Hace algunos días Natalia Méndez, una editora de libros infantiles que suele leer Orsai, preparaba un trabajo universitario y encontró —en la página cinco de una efímera publicación que se llamaba Humi, fechada en septiembre de 1982— un chiste firmado con mi nombre y mi apellido. Con generosidad, Natalia escaneó la página y me la envió por correo, sin saber que, al hacerlo, alumbraba un recuerdo que había estado escondido y a oscuras, en el sótano de mi memoria, durante veinticinco años exactos.
El último chupete de mi vida era azul, estaba agujereado de mordiscos, y fue mi primer objeto perdido. Lo dejé caer en la calle, convencido de que ya era grande y que se podía ir por la vida sin chupar goma mojada.
Cuando eres niño no hay preguntas difíciles. Las pocas que nos vienen a la cabeza traen una respuesta incluida. El sol es una linterna muy grande, la luna un balón que se ha quedado colgado en la noche, el lobo un perro sin madre. Cuando eres niño todas las preguntas son poesía.