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Pausa
Había una loca en mi infancia, la loca Raquel. No era peligrosa, pero mi vieja, Chichita, no me dejaba mirarla porque la mujer se desvestía por completo en la calle, algunas mañanas. Raquel era inofensiva. Mi mamá me resguardaba por temor a que yo pudiera verla desnuda siendo tan chiquito. Me resguardó bastante mal, porque fue la primera concha peluda que vi en toda mi vida.
¿Dónde acaba la personalidad y empieza la locura? La frontera, creo yo, está en la riqueza y en el talento. Si eres rico nunca estás loco: como mucho serás un excéntrico. Y si tienes talento, te conviertes en un genio. Dalí tenía las cuatro cosas. Personalidad, locura, riqueza, talento. En este mundo, cuanto más cosas tengas, más largos te puedes dejar los bigotes.
El equilibrio mental, por lógica, es la cordura. El surcoreano que ayer mató a treinta estudiantes en la Universidad de Virginia, estaba desequilibrado. Caminaba por la fina cuerda a una altura grande y cayó al vacío con estruendo.
Conocí una vez a un loco (no estábamos en este hospital) que había descubierto una dieta milagrosa. Yo entonces estaba menos gordo que ahora, pero me preocupaba más mi silueta, y accedí a que me usara como conejillo de indias.
Si hay algo que echo de menos aquí, mucho más que a mi motoreta, es volver a ver a mis dos abuelos, los que están vivos. A los dos abuelos muertos también los echo de menos, pero no tengo muchas ganas de verlos aparecer un día entre las visitas.
Hoy ha llegado un terapeuta nuevo, muy joven e inexperto, con ideas novedosas en la cabeza, el pobrecillo. No deberían traer doctores tan jóvenes, porque se les nota que están acojonados, y con razón. Este muchacho hace muy poco que es doctor, y nosotros hace ya muchos años que estamos locos. No puede competir. El terapeuta nuevo nos ha dicho que debíamos hacernos regalos.
Aquí dentro, en el hospital, vienen doctores, enfermeras y enfermitos; los martes y los jueves también hay visitas de madres, amigos, hermanos y hermanas; los sábados casi siempre llegan fontaneros, lampistas y albañiles. Pero solo una vez cada año, y sin decir nunca cuándo, aparece el Justiciero.
A veces tengo la sensación de que algunas cosas que hago ya las he hecho antes. Es extraño, sí, pero me ocurre cada día, sobre todo cuando estoy en el baño, sentado en el retrete... Me da la impresión de que eso ya lo hice antes. Es el mismo olor, el mismo sonido, la misma descompostura.
La enfermera Sara ya no sabe qué hacer con el Niño Andoni, que es un interno que actúa como un bebé. Como todo el mundo sabe, las enfermeras de los psiquiátricos son señoras muy especiales, a las que no les gustan los niños, ni lo maternal, ni el romanticismo. Estudian para estar con locos y salvarse así de todo lo ingenuo que tiene la vida fuera de estos muros. Por eso es que la enfermera Sara ahora no sabe qué hacer con el Niño Andoni, que solo quiere cariño, mimos, que le cambien los pañales y que lo arropen durante las noches frías.
Empecé a escuchar las voces a los doce años, casi al mismo tiempo en que comenzaba a masturbarme. Eran voces dentro de mi cabeza, voces rústicas y amables que no me decían «haz esto» ni tampoco «haz lo otro». Conversaban entre ellas sin dirigirme la palabra. Yo a veces les decía: «Ey, estáis en mi cerebro, al menos prestadme un poco de atención», pero como si pasara un tren; ellas seguían hablando de sus cosas y me ignoraban. Entonces descubrí que, además de problemas mentales, yo también tenía problemas para ejercer la autoridad.